[Crítica] «Volveréis» (2024), de Jonás Trueba

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Una película sobre la falta de sustancia

Hace unos meses leí Relatos sobre la falta de sustancia y otros relatos de Álvaro Pombo, el ganador del Premio Cervantes de Literatura de este año. Parafraseando el título de ese libro, diría que Volveréis, la película de Jonás Trueba que comentaré a continuación, es una película “sobre la falta de sustancia”.

El principal problema es su total previsibilidad, ya que gira y redunda en torno a una anécdota: trata de una pareja que decide separarse después de 14 años de vida en común y para ello organiza una fiesta e invita a amigos y familiares a los que van llamando conforme avanza la película.

De tal forma que, a los 15 ó 20 minutos está claro que el dilema es si realmente se van a separar o no, debido a que mientras van teniendo esos encuentros y llamadas para la fiesta pareciera que no habrá tal separación, ya que cada vez se van comportando como un matrimonio convencional, más o menos estables y contentos. La respuesta está prácticamente en el título: Volveréis. Desde el comienzo, el título deja claro que esta pareja no se separará. Es como si se contara el desenlace desde el principio, convirtiéndola en una película con spoiler anunciado.

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El filme también trabaja un nivel de “meta lenguaje”, es decir, que es una película dentro de otra. En efecto, Ale (Itsaso Arana), la chica protagonista, es una directora de cine cuyo filme en posproducción es justamente el que se proyecta en pantalla; por lo que se trata de una película dentro de otra simultánea, en la que vida y obra se confunden deliberadamente. Pero si se eliminaran estas partes de “meta relato”, no pasaría nada porque el argumento no cambia, ni la previsibilidad tampoco.

Dado que la cinta se compone principalmente de sucesivas invitaciones a la fiesta, estas reiteraciones se justifican mediante una referencia a Kierkegaard, pero para que realmente funcionara, cada repetición debería aportar algo nuevo, lo que aquí se limita a las reacciones de sorpresa de los invitados; aún así, estas terminan siendo un tanto cansinas.

Además, el arte más profundo exige no solamente repeticiones sino también cambios. Repetición y cambio (por acumulación o por contrastes), repetición y evolución, repetición y transformación. Lo que no sucede en Volveréis, que tiende a ser una obra, si bien simpática, también monotemática, anecdótica y auto referencial.

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En la película también se muestran citas cinéfilas como un tarot con textos de las películas de Ingmar Bergman, breves fragmentos de películas clásicas, así como citas del ya mencionado Kierkegaard o de Cavell y alguna otra. Pero estas referencias son, explícitamente, una bibliografía de sustento sobre el concepto de la repetición, en relación con la anécdota del filme, tanto en el “meta cine” o fuera de este.   

Es decir, no son aportes adicionales sino reflexiones sobre aspectos de la naturaleza del cine, pero un ámbito de sentido muy limitado por una anécdota cuyo desenlace previsible y anunciado; fuera de lo cual no pasa nada. Lo cual va a satisfacer el gusto de los críticos y cinéfilos, ya que esto deja abierta la posibilidad de múltiples presunciones e interpretaciones; lo que me parece genial, pero ¿qué ofrece para el resto de los mortales?

En las mejores películas de Woody Allen, por ejemplo, hay también metalenguaje, escenas oníricas, citas cinéfilas, culturosas y hasta cameos, pero que tienen una función específica: generan humor a costa del diletantismo o esnobismo de los intelectuales, así como auto ironía.

Más aún, estos componentes están en función de los contenidos adicionales de la película, ya sean dramáticos –como reflexiones diversas sobre las relaciones de pareja– o referidos a facetas de la condición humana. Así, el público en general puede reír y disfrutar de la película sin tener que necesariamente captar, en todo o parte, las alusiones cinéfilas o culturales.

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En Volveréis, no ocurren estos desarrollos. Todos sus componentes giran en torno a sustentar una anécdota cerrada sobre sí misma y determinado contenido conceptual ad hoc. A tal punto que, como lo advertimos antes, si se quitara el “meta lenguaje” y (parte o todas) las alusiones culturosas, la película –en esencia– no cambiaría, seguiría siendo la misma película previsible desde su título; solo que un poco más corta, ya que solo se le recortarían algunas redundancias a lo ya redundante.

En consecuencia, y desde el punto de vista de comunicación, la obra se mira a sí misma en su puesta en escena y deja muy poco material de interés para el público, como no sea una intriga celebratoria previsible; o sea, una cinta en la que finalmente no pasa casi nada salvo por (y a pesar de) las constantes repeticiones que evidencian una relación de pareja –personal y profesional– que funciona de manera envidiable.

Quizás mi objeción pueda parecer un poco pedestre y esté prejuiciada por un hecho en el que participé hace 40 ó 45 años atrás, a comienzos de los años 80 del siglo pasado. En ese entonces, una pareja de amigos decidió divorciarse y luego de conseguirlo, decidieron celebrarlo con una fiesta invitando a amigos, a la que asistí.

Pero en este caso no hubo ningún “volveréis”. Se divorciaron, lo festejaron a lo grande y luego cada cual siguió con sus vidas, bien separados, hasta el presente. O sea, que la idea de hacer una fiesta de separación no es tan original; pero, sobre todo, hubo coherencia y consecuencia en el sentido de la celebración, pese a ser conscientes del costo emocional inevitable que un divorcio acarrea.

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Es posible que, después de todo y disculpando la generalización, la rebeldía de las generaciones de los 60 y 70 haya sido más consistente (o experimental o dura) en lo referente a relaciones de pareja y otras decisiones de vida, que la de las nuevas generaciones del presente, más inocentes, más sanas, más soft y hasta cierto punto cool.

Reconozco los méritos de la película: la química entre los protagonistas, Itsaso Arana y Álex (Vito Sanz), es innegable. Transmiten una relación estable y afectuosa pese a la decisión de separarse, que nunca se explica claramente. Pero al final, más que una pareja en crisis, parecen una visión idealizada de una relación que funciona, pese a los años transcurridos. Sobre todo, porque ellos aseguran a sus invitados –uno por uno– que “todo está bien”.

Finalmente, se llega –al igual que en algunas conocidas películas de la productora peruana Tondero– a la fiesta de cierre, anunciada casi desde el comienzo y que me resulta una conclusión un poquito auto complaciente.

Sobre todo si la comparamos, por ejemplo, con la fiesta que ocurre al final de Las tres amigas, la película de Emmanuel Mouret. En la que tal celebración es solo un pretexto (o contexto) en el que ocurren los desenlaces de varias historias, las transformaciones de varios personajes (dos de ellos de manera inversa y cruzada), tras la revisión de distintas formas de amar (la platónica, la convencional y la promiscua), en su relación con la amistad y la (in)fidelidad, y donde se ha jugado casi permanentemente con las expectativas de los personajes y del público, hasta el mismísimo final; sin faltar el equivalente al “meta lenguaje” a partir de datos oníricos y escenas alucinatorias.

Mientras que en la cinta de Trueba el joven, la relación no avanza casi nada (solo se repite) y los personajes ni siquiera se transforman, siguen siendo prácticamente los mismos que al comienzo, pese a descartar una separación.  En tal sentido, Las tres amigas es una obra sustancial, mientras que –en comparación– Volveréis es solo una obra relativamente amena, limitada y semi filosófica… sobre la falta de sustancia.

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