Es difícil escribir sobre una película inconclusa. Wicked, la adaptación que monta John M. Chu del súper clásico de Broadway, es, en verdad, Wicked: parte uno, la antesala antes del clímax, el desarrollo de trama sin conclusión, dos horas y cuarenta minutos de megaproducción hollywoodense que intenta convencernos de volver al cine un año después para saber cómo se acaba. La decisión de partir el film en dos, un modus operandi bastante común en la era del reboot y la dominancia del remake, implica extensas introducciones y mucho tiempo de caracterización, giros y subgiros de trama, un cúmulo de personajes que salen y entran sin mayor anuncio. Esta decisión fue justificada, y por el propio Chu, como una necesidad creativa: en redes sociales, el cineasta confirmó que habría dos partes “porque no podría narrarse la historia entera en solo una película”. Como si todavía le costase creer en su propia justificación, Chu insistió que, al hacerlo así, “se garantiza que los personajes y la trama sean profundos”.
Pongo en duda esta afirmación. Cualquiera que asiste a ver el film sin mayor experiencia previa en el mundo de Oz (o, como en el caso de quien escribe, con la difusa referencia a la obra maestra dirigida hace 85 años por Victor Fleming) terminará por darse cuenta que, para una historia así, unos cien minutos eran más que suficientes. ¿Era necesario saturar la historia de pequeñas subtramas sin mayor desarrollo o de enésimos números musicales? ¿Acaso vale la pena narrar los mismos arquetipos de la comedia adolescente y el coming-of-age femenino? ¿Y si vamos con la tensión de la historia de una vez y punto? No me malinterpreten. La película, como carnaval de intensas melodías y luces multicolor, es todo menos aburrida. John M. Chu, autor de otros blockbusters ambiciosos y deliciosamente entretenidos como Crazy Rich Asians (2015), se asegura de que cada segundo de metraje se sienta muy vívido, dejando a la audiencia en la total expectativa. Es la puesta en escena de un director muy talentoso. Por eso queda la desazón, como un escozor imprevisto, de que había otra película posible.
Lo que realza la labor de Chu y todo su equipo es que, al menos para mí, el mundo de Oz es difícil de ser comprado. Esto no es culpa del film. La propia realidad que se concibe en Oz, a medio camino entre las fantasías colorinche del Dr. Seuss y la trama de hechicería de Harry Potter, se siente como un poco de todo, pero nunca suficiente, un pastiche de tropos comunes en la narración family friendly, basada en los cuentos de hadas. Aquí hay un poco de todo: hechiceros, duendes, escuelas de magia, creencias ancestrales, animales parlantes y sueños de consagración de los protagonistas. El problema principal, para mí, es que todo esto ya se ha visto antes. No es nada que desafíe -al menos, no desde la caracterización- los supuestos clásicos del género. Tampoco ayuda que los elementos básicos de la historia (desde los diálogos sacarinosos hasta la puesta en escena híper pop, con colores saturadísimos) siempre vayan al extremo. Entiendo el fervor de los seguidores arraigados del show de Broadway, pero, para el espectador primerizo, esta puede ser una experiencia abrumadora.
Esto sin tomar en cuenta las escenas que, por más cuidado que les ponga Chu, parecen demasiado cursis como para pasar desapercibidas. Un baile juvenil que acaba con un extraño baile entre las dos protagonistas. Un triángulo amoroso a medio desarrollar. La forzosa rivalidad entre las dos futuras brujas como parte de la trama de una comedia adolescente. Muchos detalles que pudieron comprimirse en los versos de una canción de transición, pero que cobran una fuerza notable dada la ambición del texto.
Si uno dejara de leer aquí, es posible que llegue a la conclusión de que Wicked es un experimento fallido. Pero no es tan sencillo. Tengo que insistir, una vez más, en la labor artesana detrás del film. No se me ocurre una forma de llevar a la pantalla una historia así de forma más efectiva que cómo lo hace Chu, quien elige decorados naturales y un diseño de producción exquisito para traernos un mundo completamente nuevo. Chu y su equipo, además, manejan las escenas -sobre todo las secuencias musicales- con bastante astucia y agilidad: una cámara movediza y siempre dispuesta a seguir la melodía y ampliar la performance corporal de las protagonistas; un montaje sugestivo que evita la saturación emocional y maneja adecuadamente el ritmo veloz de la historia; y la sutil transición entre la palabra cantada, la canción y el diálogo común.
En general, Wicked resalta como una muy buena lección de cómo manejar la adaptación titánica de una historia casi inadaptable. En lo personal, me parece que el estilo libre y encantador de Chu es necesario para que la historia siga su curso, aún cuando la trama no mantenga el ritmo. Pero sería erróneo atribuirle demasiada responsabilidad al director y su equipo: si algo hacen bien Chu y compañía es confiar -y casi ciegamente- en el cast y en sus dos protagonistas, prefiriendo grabar la canciones en vivo y dejar la versión cruda y genuina de las voces de Cynthia Erivo y Ariana Grande. Aunque ambas consiguen performances memorables, sin duda, es esta última la que se roba el show: una actuación particularmente comprometida y convincente, que transiciona sin esfuerzo entre complejos números musicales y distintos momentos tragicómicos. Grande hace algo distinto con su Glinda: un personaje que, luego de esta actuación, no puede concebirse de otra manera; un personaje que, rígido e impostado por naturaleza, se hace cercano y emotivo a partir de una meticulosa interpretación, que agudiza las emociones en un grado razonable, siempre encantador.
La valía de Ariana Grande, y el comando narrativo de Cynthia Erivo como la protagonista, cobran relevancia en los últimos treinta minutos del film. No es necesario incidir en spoilers: una serie de giros de trama luego de la espectacular llegada a Oz nos llevan a repensar muchos de los subtextos que la historia ha dejado a su paso. Chu lleva el clímax de esta primera parte hasta la total hipérbole: no tiene miedo a incidir en todas las notas emotivas, y la grandilocuencia de Defying Gravity. Como número de cierre, y el poder de las actrices para transmitir toda la pasión del momento. El uso de CGI es matizado y sirve para los propósitos de la historia. Erivo mantiene las notas hasta lo más alto y toca nuestro corazón. Las revelaciones, junto al cúmulo de más de dos horas de metraje, consiguen un merecido efecto de desahogo para la audiencia.
El subtexto principal del film, en torno a las formas de dominación de los cuerpos disidentes, cobra muchísima más relevancia en este cierre. Wicked, como historia de origen de la malvada bruja del Oeste, repiensa la relación que mantenemos con los cuerpos de animales no humanos, los cuerpos de físico no hegemónico y, sobre todo, los alcances y límites de la manipulación política. El personaje de Elphaba, de piel verde y nacido fuera de matrimonio, parece una clara alegoría a las mujeres no blancas negadas por el sistema. Que el casting se comande por una actriz afroestadounidense, en contraste con la presencia de una súper estrella pop blanca, solo incide en esta cuestión. No hay duda que el film intenta incidir en efectos de la cultura del espectáculo y los daños fundamentales de construir una ficción demasiado cercana al sistema.
Estos últimos minutos, vinculados con la subtrama del abuso animal y la presencia de Glenda como una bruja buena al inicio del film, me hacen pensar en lo que la escritora académica Sarah Ahmed identificó en su La promesa de la felicidad: que un ataque más que certero al feminismo, y todavía presente, está en incidir en la infelicidad de las mujeres feministas. O, más bien, se trata de la diferencia entre las feministas felices (blancas, privilegiadas, cercanas al sistema) y las infelices (afro, minorías, disidentes, críticas con el sistema). La feminista afro estadounidense, como Elphaba, es presentada como una mujer malvada, siempre inconforme y siempre molesta, nunca satisfecha, disidente, contestataria. El sistema se apropia de la bondad de una causa y crea su propia versión, una performance del bien que queda reflejada en la presencia de Glinda como la bruja buena, siempre feliz y encantadora, dispuesta a ayudar a las personas con tal de que estas se culpen a sí mismas de sus problemas.
Y lo admito. Vincular un mega blockbuster de calidad media con el feminismo posmoderno es el colmo de la pretensión. Pero es una buena forma de pasar el rato al ver Wicked. Eso, e intentar llegar a la nota más alta de Defying Gravity sin éxito por enésima vez.
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