[Crítica] «Tardes de soledad» (2024), de Albert Serra

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Lo que no soportas del toreo, pero quisieras ver

“…hay que reconocer que la soledad es útil en el amplio espectro / de la búsqueda esencial”

Oswaldo Chanove, 4799 pulsaciones por hora, p.0033

Esta es una película extraordinaria, en el sentido de no ordinaria. Se trata de un documental sobre el torero peruano Andrés Roca Rey, aunque en verdad toma al personaje como pretexto para profundizar en el sentido de la tauromaquia. No es un documental convencional, en el que conozcamos al matador en su vida cotidiana o las características de su oficio, su trayectoria o su vida personal o profesional. 

Nada de eso. Es una película centrada exclusivamente en el enfrentamiento del diestro contra los toros y una exploración fascinante –por lo objetiva y, a la vez, introspectiva– de los efectos emocionales de tal lidia sobre el protagonista. Recuperando una visión polisémica y compleja sobre esta práctica y el oficio del protagonista.

El enfoque del director Albert Serra es objetivo e hiperrealista, por lo que, dado el contexto actual de fuerte oposición a la llamada fiesta brava (la que siempre ha existido, desde su formalización en el siglo XI), el filme resulta altamente polémico. Al punto que no gustará a los defensores de los animales ni a los amantes de la tauromaquia; aunque, al mismo tiempo, dará argumentos en favor de unos y otros. 

Es objetivo también porque muestra a los dos principales protagonistas del espectáculo –diestro y animal– por igual; e hiperrealista porque no tiene un tratamiento distanciado o frío, sino uno intervencionista; pero en el que tal intervencionismo está puesto al servicio de enfatizar lo real, de poner el foco en lo esencial. Por tanto, el fundamento de la lidia se muestra con cierto grado de detalle, pero también de desapego.   

Este enfoque estilístico de Serra me recuerda al método fenomenológico del filósofo Edmund Husserl, consistente en poner al mundo entre paréntesis (epojé) para efectuar una reducción fenomenológica que permita ir más allá de las apariencias o percepciones, “ir a las cosas mismas”; lo que supone reconducir o dirigir lo percibido hacia su fundamento, hacia cómo se genera el fenómeno y, de esta forma, develar el sentido y génesis de la realidad. 

En esa línea, el director ha reducido los escenarios al mínimo y ha diseñado y ejecutado una planificación destinada a encapsular a los personajes en encuadres relativamente cerrados (o sea, cercanos). No para crear alguna sensación de atosigamiento con fines dramáticos o emotivos, sino para “poner entre paréntesis” a sujetos y objeto, separarlos del contexto de percepciones o apariencias (del “mundo”), y ejecutar una mirada en profundidad que nos devuelva “la cosa misma” del toreo; un ejercicio de aproximación a su génesis.   

Mediante los procedimientos audiovisuales que detallaremos a continuación, el documental podría ser una versión cinematográfica de la citada reducción eidética postulada por Husserl, aplicada al toreo.  

Reducción del alcance de la mirada

La película se limita a tres locaciones. La primera es el foso o ruedo donde transcurre la faena, pero solo esa área (en realidad, parte de ella) y para nada las tribunas donde está el público; cuyos aplausos, pifias o exclamaciones solo se escuchan y nunca se ven. Tampoco se muestra el ruedo completo, ni alguna panorámica –interior o exterior– de la plaza o plazas de toros (en algún momento, se escucha de pasada una mención a la de Sevilla). No hay las acostumbradas “tomas de ubicación”, ni otros ambientes de esos ruedos. Y eso que Serra y su equipo se han pasado tres años siguiendo y filmando a Roca Rey por 14 cosos taurinos.  

La segunda locación es el interior de la minivan en que se traslada el torero, el que es grabado con una cámara fija y mostrando, en segundo plano, en los asientos traseros, a algunos miembros de su cuadrilla. Estas secuencias, en tiempo real y sin cortes, son quizás las más fascinantes del documental, junto con las breves pero sorprendentes escenas en la siguiente locación.

La tercera es el interior del cuarto de un hotel dónde se observa al matador cambiándose su traje de faena, con su ayuda de cámara (el llamado “mozo de espadas”), Manuel Lara ‘Larita’; así como parte del pasillo y el interior del ascensor del hotel. Si en las anteriores locaciones se van mostrando gestos y detalles del fuero interno del matador, aquí se aprecia con breve aunque estudiado detalle su intimidad física y sus rituales previos.

El filme se inicia con un significativo plano americano de un toro, pasa luego a un primer plano y, luego, en un encuadre ligeramente más abierto, se le ve moviéndose y resoplando, encerrado en un lugar indeterminado con fondo oscuro y seguido por la cámara. A continuación, se muestran imágenes de Roca Rey en la minivan en camino a la plaza de toros y en el hotel; todo antes de los créditos de inicio. 

Luego, y como lo señalamos antes, durante dos horas se exhibe al torero, su cuadrilla y el toro en locaciones públicas abiertas (aproximadamente el 70% del tiempo), al protagonista dentro de su minivan (20%) y, finalmente, en su cuarto de hotel (10%). De esta forma se completa el primer paso de la “reducción” de la mirada del documentalista; aunque hay unas poquísimas y fugaces excepciones (una calle con cielo al atardecer, el torero con una fan aparentemente posando para alguna foto, dos o tres miembros del público que se cuelan ocasionalmente en el callejón que circunda al ruedo). 

La mirada cerrada y cercana

A esta insólita y drástica reducción del espacio de la acción sigue una delimitación aún más estricta a través de una planificación que combina una variedad de planos relativamente cerrados referidos a la figura humana; lo que son: planos americanos (encuadran a personas y animales completos desde las rodillas), primeros planos (rostros, cabezas), planos medios (de la cintura para arriba), escorzos (fragmentos transversales de cuerpos) y, en menor medida, planos enteros (torero y toro de cuerpo entero).

Es interesante constatar que el plano entero, el plano americano, el medio y el primer plano son los encuadres posiblemente más utilizados en el cine y, sobre todo, la televisión; es decir, son aquellos a los que están más acostumbrados los espectadores y los que más utiliza Serra en el documental. 

De esta forma, Serra excluye los grandes planos generales (abiertos) así como los primerísimos primeros planos (o sea, los demasiado cercanos); en el primer caso para separar la acción del “mundo”, de lo exterior a su asunto, y, en el segundo, para mitigar la sensación de encierro. Por lo que estos planos, si bien son “cerrados” sobre la situación, persona o el animal, incluyen el entorno físico y de interacción entre estos, evitando excesos atosigantes. A cambio, se obtiene una mirada cercana y atenta.

Durante la faena se advierten primeros planos o planos medios de toro y torero por separado, y luego juntos, así como intervenciones de los banderilleros a pie –destacando Antonio Chacón– o a caballo, con planos medios o de detalle. 

Para evitar la rigidez formal y el esquematismo, el director dota de movimiento interno a estas escenas y encuadres. Pasa, por ejemplo, de un primer plano a un plano americano, vuelve a un plano más cerrado, ocasionalmente un plano entero, entre otras combinaciones (pero siempre y solo de la lidia); o inicia con el plano de detalle de las zapatillas del torero y recorre su cuerpo hasta llegar a un primer plano del diestro mirando hacia el foso. Todo esto dota de fluidez y detalles a la faena.  

La mirada atenta

Al mismo tiempo, parte central del acercamiento al toreo se concentra en el enfrentamiento entre el animal y su matador. Para ello el director utiliza paneos de seguimiento del toro y las maniobras del diestro, con lo que se “amplía” en cierta medida el espacio de esos encuadres relativamente cerrados (especialmente, los escorzos). Lo cual añade movimiento a la acción al interior del encuadre y optimiza visualmente la mostración de la lidia, con lo que se consigue la mirada atenta del espectador (a pesar de la crudeza de buena parte del espectáculo).  

La proximidad entre hombre y animal se acentúa por el uso del teleobjetivo, lente que crea la sensación de “aplanamiento” y reducción de la distancia entre los personajes al interior del encuadre. Esto contribuye decisivamente a incrementar la cercanía entre ambos protagonistas de la corrida, siempre mostrados como si fueran iguales y en permanente brega.

Adicionalmente, el director utiliza también el espacio en off, por ejemplo, exhibiendo al torero y miembros de su cuadrilla observando el trabajo de los banderilleros fuera del encuadre, a quienes el espectador no ve, pero ha visto antes. (Asimismo, este procedimiento cumple una función clave en las escenas en la minivan).

Este uso del espacio en off ayuda a regular la intensidad emocional generada por las faenas y, al mismo tiempo, contribuye a ensamblar el flujo de las imágenes durante la lidia, a manera de una transición entre los episodios más intensos del espectáculo. Esta sobriedad se logra evitando subrayados emocionales obtenidos por cámaras en mano, tomas subjetivas, primerísimos primeros planos, angulaciones, etc.

A través de estos componentes, la edición de esas secuencias constituye una permanente sucesión de tensiones (algunas, de muy alto voltaje físico y emocional) y distenciones; pero editado con una modulación suave, producto de este variado pero a la vez limitado conjunto de elementos audiovisuales.  

De esta forma, se genera un efecto repetitivo en el tratamiento audiovisual, cuya principal función es lograr esta mirada atenta, o sea, que capte la atención del espectador, en un ejercicio de disciplinada concentración que se traslada al público. A lo que se suma otro soporte repetitivo fundamental para mantener la atención y mirada del público (subliminalmente), esta vez en el plano sonoro. Son los gritos y “llamadas” (o “voces”) que torero y banderilleros lanzan casi permanentemente al toro para retarlo y provocarlo; así como para redirigir su embestida, como parte del dominio del animal y que la faena avance y no decaiga. 

A la vez, esta tendencia repetitiva evita que la mostración de faenas se estanque en lo puramente rutinario, en parte, por la combinación de los momentos de fuerza desafiante del diestro, con los de su fragilidad física (a cargo del toro); lo que garantiza un hilo de tensión casi permanente a lo largo del metraje. 

El trabajo de edición ha logrado esta mirada atenta y objetiva sobre la lidia, de tal forma que el impacto de las imágenes se traslada al espectador con un mínimo de intermediación por parte del director. Así, todo transcurre muy sobriamente y con cierto desapego, pero, a la vez, nadie se aburre a ambos lados de la pantalla. 

Hasta aquí los componentes formales de las tres cuartas parte de la película, dedicadas a la riesgosa acción externa del protagonista en el ruedo. A continuación, se examina su contenido. 

La mirada de la muerte

En este ámbito, la película muestra hasta en cinco oportunidades la muerte del toro. No solo el acto final de la faena del torero al clavarle la espada fatal, sino también su agonía y el remate que se le da con un puñal especial, tras lo cual se lo llevan arrastrado. Cinco veces, aunque visualmente con cierta variación. Esto se exhibe como una rutina de rigor que se repite hasta casi el final de la obra. Todo en planos cercanos y mostrando también el trabajo en los banderilleros. Esas imágenes, así reiteradas, podrían resultar insoportables para los defensores de los animales y quizá para un porcentaje considerable del público.

De otro lado, se presenta al matador, desafiante y atrevido en su permanente provocación al animal. La cámara se enfoca en su destreza y valentía, sobre todo en los momentos en que, revolcado e incluso atrapado por el toro contra el callejón circundante, persiste en la faena y enfrenta herido al animal hasta lograr su objetivo. Sin embargo, la película no lo eleva a un endiosamiento épico, no solo por el contraste con el destino del animal, sino también por la presencia constante de la sangre impregnando a ambos contendientes. Lo que sí queda establecido es la naturaleza trágica del espectáculo.

Otro factor que rebaja sustancialmente la sensación épica es justamente el citado efecto repetitivo de la lidia, que se centra en la interacción entre toro y diestro hasta la culminación fatal de la corrida. Incluso los momentos de demostrado valor personal de Roca Rey destacan más por el hecho de que haya sobrevivido, por encima de lo heroico que destacan los miembros de su cuadrilla. Además, son relativamente pocos los momentos en que se muestra al torero exultante y recibiendo el aplauso del público; y, cuando ocurre, se le presenta con cierta brevedad, salvo quizás en el tramo final de la obra. Lo que más impresiona son las incidencias de la faena y el retiro del animal muerto. 

En tal sentido, la impactante imagen de la cabeza de uno de los toros moribundos, con el ojo mirando a la cámara (al espectador) y de perfil hacia arriba (fuera del encuadre, hacia el cielo) podría ser –en mi opinión– un gesto épico, aunque también sufriente. 

La mirada hipnótica

El efecto repetitivo tiene dos funciones adicionales, una conduce a lo que algunos denominan su cualidad hipnótica y la otra es de carácter estructural; aquí se analizará la primera función con cierto detalle. Posteriormente, se comentará sus efectos en la estructura narrativa audiovisual. 

Las repeticiones se dan a nivel formal (encuadres, paneos y audios de “llamadas”) y de contenido (rutinas cambiantes de la faena) dentro de un mismo rango dinámico, pero de manera variada y modulada, de tal forma que funcionan como una preparación para atrapar la mirada del espectador y mantenerla a lo largo del metraje. Equivalen al péndulo que utiliza el hipnotizador para ir adormeciendo la consciencia y finalmente la mirada de su paciente.  

Al mismo tiempo, en las secuencias de la minivan hay un doble encierro –en el encuadre y en el angosto espacio físico del vehículo– donde se van revelando nuevos ámbitos de sentido mediante el lenguaje corporal del protagonista, su inmovilidad, sus gestos, los comentarios breves, fugaces y fragmentarios, y las exclamaciones de la cuadrilla. En estos momentos de espera, siguiendo la analogía con la hipnosis y sin moverse, es posible reconocer (y empezar a cruzar) el umbral hacia lo que sería el inconsciente.

Al ser escenas con cámara fija y un protagonista casi inmóvil se acentúa la cualidad hipnótica de Roca Rey, que aparece como una especie de ícono sobre el que se fijan las miradas del público en su doble papel, como personaje semi divino (cuando está con su traje de luces) y como ser humano (cuando se encuentra cubierto con un mandil sanitario), apenas insinuadas por su talante algo retraído; evidenciando sus satisfacciones, dudas, ansias y fragilidades. 

Simultáneamente, la cualidad hipnótica se transfiere al propio matador, quien posee una técnica para llegar a dominar al toro, oficiando él mismo como “hipnotizador” del animal. Así se entiende también la intensidad de su mirada en el momento decisivo en que clavará la espada y que resume, potenciadas, todas las sensaciones que atraviesan al diestro durante la faena hasta su culminación.  

Este es el momento también de la soledad del torero, donde se evidencia lo que él y solo él puede saber sobre su desempeño frente al animal y lo que ello conlleva; a lo que nunca podremos acceder, ni el director lo intenta. Pero sí se puede percibir en los escasos lapsos del protagonista en inexpresivo silencio, un ámbito muy privado que estimula o convoca nuevos sentidos que aparecen o coexisten en las secuencias en el hotel. 

Es posible que el citado ámbito privado (y secreto) del diestro haya sido punteado por uno de los (dos o tres breves) fragmentos musicales que se permite Serra en este filme: la parte más triste del “Vals triste” de Sibelius, durante el segundo de estos plano secuencias. El que, a la vez, insinúa un componente melancólico que calza con la soledad del protagonista.    

Tanto este fragmento como las otras pocas músicas están comprendidas en el enfoque sobrio de la cinta; es decir, son las de un acompañamiento discreto y de muy baja intensidad emocional. Incluye, además de músicas tensas, algún toque de guitarra y ocasionales pasodobles taurinos y otras piezas de bandas que acompañan el espectáculo, siempre fuera del encuadre.

La cualidad hipnótica del diseño visual de las escenas en la minivan es consistente –más aun, ilustra gráficamente– la radical epojé fenomenológica. Aquí el mundo ha sido puesto “entre paréntesis” (o quizás, entre corchetes, dado en encuadre vertical y recto). Así, el “mundo” externo del protagonista es colocado fuera del encuadre y el espectador se queda con su mundo interno para continuar con la profundización que conducirá hacia la génesis y fundamentos del toreo.  

Lo que lleva a las secuencias en el hotel (y especialmente a la última), en la que se pasa a un plano entero con el que se ingresa a ese mundo interno, insospechado e íntimo, del protagonista. Nuevamente es el “mundo entre paréntesis” que se focaliza en un ritual específico, cuyas asociaciones conducen al espectador muy atrás en el tiempo y eventualmente –casi como en un sueño– hacia lo intemporal. La mirada hipnótica aquí sería introspectiva e implicaría el acceso a espacios del inconsciente colectivo que se pueden deducir del ritual performativo del toreo.

La mirada (sobre el ritmo) interior             

En esa línea, el largo tramo de la película en el foso es entrecortado por estas cuatro plano secuencias al interior de la minivan, en los que, pese al avance del vehículo, el movimiento cesa ya que la cámara permanece fija y casi no hay movimiento a su interior. Lo que determina un ritmo entre grandes bloques de secuencias con movimiento (y acción externa) y sorpresivas paradas con casi nulo movimiento (y exploración del fuero interno del protagonista). Volveremos más adelante a este contraste de carácter estructural.

Ritmo que se marca más suavemente con las tres escenas (dos de ellas muy breves y) fragmentarias en los interiores del hotel, donde también la acción externa se detiene en tanto lucha violenta (y en las que más bien el torero se prepara para estas) y se accede a lo ritualístico y a los niveles de revelación a los que ha podido llegar el documental.

El contraste entre estos dos grupos de episodios y los grandes bloques de acción externa es quizás lo más fascinante de la puesta en escena. Así, mientras los espacios de la acción externa son los de mayor intensidad en la película, lo que ocurre en las otras dos locaciones –por compensación– son más tranquilos, extáticos y sobrios. Aquí se profundizan y exploran, a la luz de lo que ocurre en el foso, al protagonista tanto cómo personaje cómo ser humano.

De un lado, en la minivan tenemos a Roca Rey como un ser humano que se va desprendiendo –a medias y gradualmente– de su papel de torero (léase, guerrero) y todo ese entorno religioso y artístico que rodea a la tauromaquia. De otro lado, en la intimidad de su cuarto de hotel, en cambio, lo vemos (re)constituir su personaje, desde el vestuario hasta los rituales que lo acompañan, a manera de preparación para el duelo en el foso.

La mirada sana

Pero, lo fantástico es que esta separación entre personaje y persona no llega a ser total, ambos están imbricados, aunque a veces en medidas imperceptibles. En este punto debemos considerar el desempeño de Roca Rey, desde el punto de vista artístico, como un intérprete de su personaje; siendo su lenguaje corporal en los tres espacios la fuente clave de su performance en el documental.

Lo primero que llama la atención, en la minivan, es su insistencia –en dos oportunidades– de que se apague la luz cenital que lo ilumina durante sus trayectos en el vehículo. Le explican que esa luz es permanente y proceden a apagar las luces traseras. Este es un indicio de que Roca Rey, como ser humano, parecería ser un muchacho poco interesado en llamar la atención sobre sí, al punto que también muestra una leve incomodidad inicial ante la cámara; lo que luego superará, sometiéndose a su neutro escrutinio en esos “tiempos muertos” del traslado desde o hacia la plaza de toros.

Otros momentos, digamos, puramente humanos son cuando ocasionalmente mira al techo de la van o hacia la calle; o cuando se aplica hielo al pecho tras la corrida donde fue golpeado por el toro, e incómodo por esto o por necesidad de “tomar aire” se levanta dentro del vehículo y sale casi totalmente del encuadre. Así aislados, estos pocos momentos sugieren cierta resistencia de la persona a asumir el personaje o, quizá a “abrirse” (léase, mostrarse) al mundo como personaje; prefiriendo, internamente, ser un simple ciudadano de a pie, común y corriente. 

En adelante, esta faceta humana se combinará con la del personaje. En consecuencia, siempre en la minivan, lo veremos sentado como una especie de príncipe que recibe las loas de sus áulicos (la cuadrilla); mientras que en el respaldar de su asiento hay impreso un logo con una “R” que lo identifica como una marca personal que encaja con “realeza”. 

Su apellido compuesto simboliza tanto su fortaleza (Roca) como su liderazgo (Rey) profesionales. Pero su temperamento sería el de un monarca con talante benevolente (de niño-bueno, pero no ñoño), ya que en ningún momento transmite soberbia; aunque exhibe autoridad y pide atenciones, solicitando cosas más bien sanas –como agua– o inocentes, como un caramelo, aunque con forma de hostia. 

La mirada mixta

Este último detalle lo comparte con el personaje, ya que ambos serían profundamente católicos. El torero, como parte de su ritual, se persigna por duplicado tanto en el vehículo como en el hotel, donde besa una y otra vez la imagen de una virgen que llora. Al mismo tiempo, recibe con una sonrisa afectuosa los avisos que le llegan por una admiradora desde fuera del encuadre y en el que lo encomiendan a la virgen del Carmen, en Perú.     

No obstante, y volviendo a la persona, reconoce en más de una ocasión que “tuve suerte” ya que el toro –que lo corneó y revolcó en dos oportunidades– no lo haya herido de gravedad o incluso matado: “me ha cogido, pero no me ha hecho nada”. O sea que mientras el personaje se respalda en dios, la persona reconoce el factor suerte, el puro azar, suspirando con alivio. 

Su talante de niño-bueno no lo ayuda tampoco en su papel en el ruedo, en el momento decisivo en que debe matar al animal, y su gesto si bien agresivo se nota algo forzado; más bien parece la expresión de alguien que supera un temor supremo y se enfrenta a la posibilidad de la muerte, preocupado –a tenor de sus comentarios posteriores, en la minivan– más por el acierto técnico del acto, que por algún odio ancestral contra el toro (pese a la violencia de la acción).    

Con respecto al miedo, entonces, la persona (lo humano) mediatiza al personaje; pero en cuanto a la violencia en sí, el personaje domina, ya que este funciona sobre una base instintiva que, a la vez, equipara a la persona con el animal en el momento decisivo (y pese a los componentes racionales –léase, “técnicos”– del ser humano para matar de una sola estocada al toro). 

La mirada instintiva

Aquí llegamos a otro punto clave de la cinta, en el que la cercanía entre el (personaje del) torero y el toro –sustentado en la planificación y mecanismos audiovisuales arriba descritos– alcanza un punto de mimetización, en la que ambos actúan en un mismo ámbito: el de la agresividad instintiva, el de la sobrevivencia, en una lucha entre víctima y victimario. Un ámbito quizás no tan simbólico.

Eso se grafica, incluso físicamente, en el gesto “trompudo” de Roca Rey, que sugiere o imita el hocico del animal en su momento de mayor intensidad. Así, lo que se ve como un gesto forzado en la persona (el niño-bueno) se vuelve consistente con el personaje (la furia del matador implacable). 

Más aun, luego de lamentarse (en la minivan y tras la corneada) de que el primer toro no haya caído, el personaje se persigna (componente religioso) y luego se relame ostensiblemente, como lo haría tranquilamente cualquier bestia depredadora que se queda con las ganas de eliminar a su presa (faceta instintivo-mimética). En este gesto tan casual como revelador vemos la preeminencia total del personaje sobre la persona y su ocasional mimetización con el animal.

Voyeurismo ritual y de género

Pero donde se aprecia la asunción completa de su papel como torero es en las secuencias en el hotel. El ritual empieza con el traje de luces, donde apreciamos el detalle de tal vestimenta, su colorido, los procesos de ajuste (del pantalón súper ceñido, el cierre en la pantorrilla o la correcta y estudiada colocación del saquito), lo que viene a ser como la imposición de su papel como personaje. 

Sigue luego la repetida doble señal de la cruz, el beso que desde su mano impondrá sobre el rostro de la virgen llorosa, como signo de su solicitud de apoyo en su lucha contra la muerte. Continúa al salir, con los golpes en la puerta por el mozo de espadas y el ingreso al ascensor. Y es aquí donde por única vez se ve a Roca Rey –aunque algo apretujado y en plano medio, junto a ‘Larita’– en contrapicado, es decir, en un plano que lo eleva o enaltece ritualmente como guerrero y figura de autoridad semi divina. 

Falta añadir solo el componente homoerótico incluido en este ritual, ya que se muestra semi desnudo al diestro, ataviado con una insólita malla traslucida uncida casi hasta el pecho, antes de terminar de ceñirse el ya ceñido pantalón, con ayuda de su asistente personal. Incluso se le ve acomodándose los genitales en la posición “correcta”, de acuerdo con el ritual de la vestimenta (y no por algún antojo sexual). 

Lo que, por cierto, no está exento de cierta sensualidad asociada a lo religioso; por ejemplo, en el breve episodio inicial del hotel se le ve ya vestido en un escorzo de sus ajustados muslos tras los que está la imagen de la virgen llorosa. 

Se destaca la esbeltez del cuerpo, en principio masculino, pero no del tipo moldeado en el gimnasio. No estamos ante un fortachón, sino ante un joven delgado y –hasta donde se exhibe– lampiño, lo que sumado a su vestimenta sugiere un sesgo andrógino. Sus facetas convencionalmente femeninas se evidencian en el traje (¡de luces!) apretado, enjoyado y vistoso, así como por la dedicación de tiempo y cuidado a su apariencia; al igual que por los giros y requiebros de su espigada figura durante la faena, acompañados por la capa, que sugieren una performance danzante.

Esta combinación de un patrón simbólico de heroísmo viril masculino con el de gestos (pases, lances) y facetas de una apariencia (fina, elegante y glamorosamente) femenina, trasunta –en la esfera de lo simbólico– la aspiración a superar los patrones de género tradicionales en búsqueda de una síntesis de lo masculino y lo femenino; junto con la aspiración universalista y totalizante propia del mito. 

El nexo del toreo con la androginia conduce a la génesis de ambos en los arcanos del tiempo. Los orígenes de las corridas de toros se remontan a la prehistoria y, de acuerdo con los estudios de Mircea Eliade, la androginia aparece en aquellas épocas en diversas tradiciones religiosas y filosóficas, como en los mitos platónicos o las doctrinas hindúes.

Al mismo tiempo, el pasaje de la persona al personaje supone una transformación (de ahí el ritual) en el que el torero se eleva –como héroe y/o semidios– a los límites de su existencia, retando a la muerte y aspirando a la trascendencia (toreo en tanto arte) o la eternidad (toreo en modo sacro). 

Esta transformación se podría equiparar a la que experimenta una persona transexual que cambia o supera los prejuicios sociales (internalizados y/o externos) para alcanzar su auténtica identidad. Quizás no sería tan casual, entonces, que ya existan toreros transexuales o pansexuales. Y cabe señalar también que, pese a que el toreo ha sido –históricamente– una actividad predominantemente masculina, han existido y existen toreras.

La mirada arcaica

La traducción cinematográfica de la radical epojé fenomenológica va llegando al fundamento último o, mejor dicho, inicial de la tauromaquia; el que anida en las varias exclamaciones de admiración (“¡Qué grande eres!, ¡Incomparable! ¡Cumbre!”), asombro (“¡Con gran temple!”) y hasta entrega (“¡Eres mi hombre!”) de miembros de la cuadrilla hacia su joven jefe, Andrés Roca Rey

Y cuando el diestro pareciera haber logrado ya un control sobre el toro (dándolo la orden de “¡Quieto!”) y haberlo ejecutado con una estocada perfecta; entonces, los áulicos (o sea, la cuadrilla) exclaman: “esto es lo salvaje”, “esta es la verdad”, reivindicando la raíz instintiva (agresiva, violenta) de la lidia, asociando –además– lo salvaje con la “verdad” de la tauromaquia. No se ahorran tampoco comentarios negativos hacia el animal.    

Se establece así un culto a lo puramente emocional propio de la agresividad instintiva a la que el diestro debe adaptarse para poder “vencer” (es decir, matar) al toro, mediante el ritual performativo que muestra el filme. Sin embargo, a la base de estos valores artísticos y culturales está una violencia irracional y gratuita, arcaica, tanto por la muerte de un toro como por una vida marcada por los riesgos, daños y eventualmente muerte que asume el torero.

Este es el gran atractivo del ritual de la tauromaquia: su profunda, histórica, peligrosa y fatal irracionalidad. Parafraseando el título de un relato de Jack London, este espectáculo parecería ser “la llamada de lo salvaje”. Sus gonfalonieros –la cuadrilla– lo vocean sin tapujos, poseídos también por el frenesí de la pura emoción anidada en la vivencia de lo instintivo, tras sobreponerse al miedo y jugar con la muerte. Lo que se transmite al público mediante la actuación del diestro, experiencia que se remonta hacia lo inmemorial. 

La mirada estructural

Pasemos ahora a la característica estructural de las repeticiones. Como se analizó antes, hay un contraste entre espacios abiertos con movimiento y acción externa (las plazas de toros) versus espacios cerrados sin movimiento y con acción interna (minivan y hotel) que se expresa como el pasaje (transformación) de Roca Rey como persona a su personaje, con todo lo que ello supone.   

Pero, además, esto tiene una consecuencia en la estructura narrativa audiovisual. La acción externa es una línea narrativa repetitiva y variada que transcurre de comienzo a fin del filme, ocupando la mayor parte del metraje. Lo que ocurre en los ruedos son básicamente rutinas de lidia y nada más. En este plano narrativo la película termina aparentemente igual a como comienza; pese a lo cual, su desarrollo no es lineal pues las transformaciones del personaje y la visión sobre el toreo ocurren en otro plano: el de la radical epojé

En otras palabras, los espacios de acción externa (en las plazas de toros) son entrecortados por las secuencias de acción interna (hotel) e introspectivas (minivan), las que profundizan la acción performativa del diestro hacia su génesis en lo humano (el protagonista) y en lo histórico-cultural (la tauromaquia); iluminando y ofreciendo, mientras tanto, una inmensa riqueza de sentido a lo que se presenta en los ruedos públicos. “Profundización” se refiere a la radicalización de la reducción fenomenológica, cuyos contenidos y asociaciones se han discutido a lo largo de la presente reseña.   

Es por ello que no hay una narrativa lineal, salvo quizás secuencial en el tiempo en el caso de las corridas de toros. No hay una historia o relato, propiamente dichos; apenas podría interpretarse que el desempeño de Roca Rey aparentemente va mejorando conforme avanza la película: en la primera mitad el toro lo coge y revuelca, mientras que en la segunda sale incólume e incluso muestra su aparente control sobre el animal. Y punto.

En cambio, hay una cierta narrativa circular vinculada a lo que ocurre en las otras dos locaciones clave en la obra, que son las que dan todo el soporte de sentido a la cinta, son sus grandes pilares. Circular significa que, en ausencia de secuencia cronológica de hechos (y aun si la hubiera no sería relevante), hay una serie de aproximaciones sucesivas al protagonista y la tauromaquia mediante la exploración profunda y detallada de lo que sucede en los episodios más breves. 

Incluso esos episodios tampoco siguen un orden cronológico, pero sí registran un avance en la profundización del conocimiento sobre el protagonista y, principalmente, la tauromaquia. No en vano, el introductorio corto bloque de secuencias de la película omite las faenas en el foso y únicamente presenta escenas de las otras dos locaciones (la minivan y el hotel), así como a un toro. Solo después de los créditos iniciales empezará la dilatada, repetitiva y variada sucesión de faenas. 

Esta disposición inicial sugiere que para Serra estos episodios son fundamentales, en el sentido de ser el fundamento y la base sobre la que sostiene toda su rica y compleja visión sobre el torero y el toreo. Mientras que la reducción fenomenológica, la radical epojé, permite encontrar una sucesión lógica y conceptual que permite “ordenar” lo que aparenta ser un conjunto temporalmente disperso y fragmentario de referencias sobre la materia. 

De tal forma que el plano de acción externa transcurre de una manera, digamos, horizontal, de cabo a rabo del metraje; mientras que los planos introspectivos o de acción interna sostienen vertical y circularmente a la acción externa. Por tanto, las grandes operaciones de sentido se dan principalmente en las secuencias de la minivan y el hotel, que iluminan y dan sentido a los que ocurre de inicio a fin en el foso.                 

Las miradas polémicas

He intentado ofrecer un enfoque apropiado para reseñar esta película extraordinaria. Sin embargo, aclaro que no soy un conocedor de la tauromaquia, por lo que podría quedarme corto en estas u otras asociaciones y conexiones de la película con el tema, ya de por sí polémico. Además, preciso que el toreo siempre me ha sido indiferente, no lo apruebo ni tampoco lo disfruto; pese a lo cual esta película sí me ha gustado plenamente. 

Valoro en Tardes de soledad su mirada objetiva y abierta sobre este asunto. El solo hecho de que su enfoque sea objetivo –“muestra, no demuestra”, no juzga, ni debate sobre el tema– ya es de por sí controversial. En un contexto cultural caracterizado por la primacía total de la subjetividad y el binarismo, las miradas complejas, abarcadoras, contradictorias y comprehensivas son cuestionadas o descartadas.

El enfoque de Serra revela que la objetividad es posible, sin negar tampoco los factores emocionales, que pueden ser incorporados y convivir en una misma obra; lo que justamente es una característica de la creación artística, así como sus componentes perturbadores y cuestionadores. 

Destaco también el esfuerzo y disciplina del realizador para conseguir la atención del espectador. Por atención entiendo la disposición a estar abierto a seguir múltiples estímulos, así sean contradictorios o incluso contrarios a creencias o –eventualmente – gustos y preferencias; en oposición a lo que ocurre en las redes sociales, donde la atención es dirigida –mediante algoritmos– única o principalmente a lo que le gusta al usuario o, peor aún, a las “tendencias” más seguidas socialmente (por otros, cuya atención también es dirigida por algoritmos). Lo que no solo limita el acceso o conocimiento a opiniones distintas u otros ámbitos de conocimiento, sino que también restringe la propia libertad de los usuarios.   

Cierto que Serra también ha capturado y dirigido la atención del público, mediante mecanismos artísticos (cinematográficos), pero su mirada atenta y objetiva abre un amplio espectro de asociaciones y estímulos sensoriales hacia el acceso al conocimiento de aspectos insospechados, poco conocidos (y hasta desconocidos) sobre este asunto. Al mismo tiempo que desafía al espectador –como lo hace toda obra artística– no solo por ir más allá de las apariencias y percepciones inmediatas, sino también por testimoniar mediante imágenes que las controversias sobre la tauromaquia no son todas las que parecen. 

Desde el punto de vista de la recepción, es clave también ver la película en pantalla grande ya que eso permite recuperar la atención y mantenerla concentrada en un espacio donde las distracciones están mucho más limitadas (aquí, también, se pone el mundo entre paréntesis) y durante un tiempo de calidad. A diferencia de la sustracción de la atención en el scrolleo de redes sociales en el celular, donde el usuario recibe infinitud de breves (a veces, brevísimos) estímulos, casi todos condicionados explícitamente bajo las columnas “para ti” o “siguiendo” y con escaso o nulo tiempo para la reflexión. 

Además, la mirada objetiva, atenta y sobria de Serra en esta obra permite recuperar la idea de red; es decir, de la creación de contenido en base a las asociaciones y conexiones que ocurren o pueden establecerse en el mundo real (en base a los hechos, la historia, la ciencia, lo intersubjetivo), a través del cine, y no solo (ni necesaria, ni obligatoriamente) en el mundo virtual de los algoritmos. De allí la importancia del primer paso, la recuperación de la atención, en esta oportunidad, a través del arte cinematográfico.

La ceguera (auto) cancelatoria  

Como advertimos al inicio, la película ha generado el rechazo automático, por ejemplo, de activistas antitaurinos por supuestamente enfocarse en el carácter artístico y cultural del espectáculo, y no en el sufrimiento del animal. La cinta fue así condenada incluso antes de haber sido vista y sin intención alguna de verla; ya que no pueden soportar observar el sufrimiento de los toros, tal como se exhibe repetidamente y ocurre en la realidad. Mientras que, de otro lado, el propio Roca Rey se ha manifestado en contra de algunas escenas del filme y habría solicitado su retiro. 

Estas críticas cruzadas son un indicador –además de lo reseñado aquí– de que estamos ante una obra de arte. La objetividad no implica una neutralidad absoluta ni complacencia, todo lo contrario, la variedad de miradas y –en este caso– el enfoque fenomenológico (“ir a las cosas mismas”) permite formarse una opinión y hasta tomar una posición, si se desea; y películas como esta lo promueven.

Como señalamos anteriormente, el director es intervencionista en el tema, pero sus mecanismos de intervención –tal como los hemos descrito– son bastante equilibrados, mostrando cercanía (a los aspectos más crudos) pero también cierto desapego que le permite ir hacia otras conexiones y por esa vía ofrecer una visión compleja, objetiva y más real de esta polémica práctica.   

Es más, la película podría sugerir o inclinarse a favor de los que condenan el sufrimiento del animal, ya que este se muestra con claridad y repetidamente; lo que generaría o reforzaría los cuestionamientos al espectáculo, incluyendo los pedidos de su prohibición. Pero, al mismo tiempo, puede cuestionar a aquellos animalistas que no son capaces de ver la realidad de este espectáculo; criticando la susceptibilidad extrema de estas personas o grupos, lo que conduce muchas veces a la (auto)censura o cancelación de obras artísticas.

En esta reseña hemos reconocido y analizado someramente el carácter artístico y cultural de la tauromaquia. En mi opinión, esto es innegable. Ahora bien, las culturas cambian. Lo que antes era culturalmente aceptable –la tauromaquia– hoy, crecientemente, es considerada como un abuso y maltrato cruel de animales; y en muchos lugares ya no se le reconoce como práctica cultural. Lo que también es una realidad evidente.

El debate sobre su prohibición es tan antiguo como la existencia de esta tradición milenaria. La propia Iglesia Católica, incluyendo papas, han emitido prohibiciones que finalmente han revertido o no se han cumplido. La principal razón es su origen pagano, pero a lo largo de los siglos también se ha argumentado tanto que es una práctica popular, indigna del clero o la nobleza, como que es un espectáculo elitista. Hoy, una de las razones más fuertes contra la tauromaquia es el maltrato animal.        

Actualmente, el toreo está permitido hasta en 10 países del mundo, aunque en algunos de estos ha avanzado la prohibición de corridas de toros (incluyendo ciertas ciudades o regiones importantes de los principales países: España y México), mientras que en otros su práctica es muy marginal (como en Bolivia o Filipinas). Con los antecedentes de lo impráctico de su prohibición total, en algunos países se permiten las corridas, pero sin la muerte del toro (Portugal y Ecuador, por ejemplo). 

Se afirma que la tauromaquia esté en declive, sin embargo, es posible que subsista o se mantenga, tanto en su versión “auténtica” como en la modificada (o sea, con o sin muerte del animal). La razón, tal como lo hemos argumentado más arriba, es que se apoya en la fascinación que genera su irracionalidad, una atracción que ha durado por siglos, y, más aun, un factor (la irracionalidad) de creciente vigencia en el contexto global actual.    

Por lo que, en mi modesta opinión (si a alguien interesa), una hipotética prohibición total no se cumpliría ya que esta práctica hunde sus raíces en el lado oscuro de la condición humana. Lo que sí veo más factible es tratar de reducirla a su mínima expresión y siento que esta película va en esa ruta; aunque, como lo sostuvimos más arriba, el filme ofrece argumentos (y sugiere críticas) a ambos bandos.

En tal sentido, más allá de sus atractivos artísticos y culturales o incluso de género, lo que la gente quiere ver (y mejor si incluye la parafernalia “cultural”) es la muerte, ya sea del animal como la de su matador. Y eso es justamente lo que muestra Tardes de soledad. Al centrarse en lo específico de su tema y su personaje, Serra ha puesto en pantalla “la cosa misma” del toreo, con toda su complejidad, contradicciones, irracionalidad y raíces ancestrales. Película extraordinaria en todo sentido.

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