«Queer» (2024): el malestar del romance y la soledad

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Recuerdo la primera vez que leí algo de William S. Burroughs. La prosa tóxica, descarrilada, bastante gonzo y sin sentido alguno de la realidad (o a lo que nos solemos referir con realidad), me enganchó de inmediato. Tiene sentido: la prosa ágil de Burroughs, en su infinito rompecabezas de frases ácidas y saturadas de contenido, los delirios causados por las drogas duras, y su pesadísima condena de la libertad, tiene el riesgo de atrapar a cualquiera condenado a la impotencia y al aburrimiento. Para alguien en su primer año de universidad, ningún otro estado era posible. Las historias de Burroughs, narradas en clave, pero casi siempre sobre sí mismo, tienen un intoxicante sentido de actualidad, cierto carácter que permanece ambiguo y atemporal. Cómo escribe Burroughs puede escribir cualquiera en cualquier época y en cualquier parte. Quizás por eso tantas generaciones se han prestado sus palabras, y quizás por eso Luca Guadagnino decidió que, tantas décadas después, y en el mismo año de haber estrenado otro filme homoerótico, valía la pena adaptar Queer de Burroughs a la gran pantalla.

Queer, con Daniel Craig como protagonista, es la adaptación de la novela del mismo nombre de Burroughs, la historia de un expatriado estadounidense en México, dedicado a seducir a hombres más jóvenes que él. Bajo la dirección de Guadagnino, devoto del primer plano, Craig hace de William Lee un personaje igual de vulnerable que melancólico; encantador, eso sí pero de una forma decadente. Su Lee es el equivalente de un edificio antes glamoroso que hoy se va cayendo a pedazos, aunque nadie pueda negarle el encanto. Lee deambula por las calles de un pueblo mexicano con la misma comodidad que un actor dentro de un plató cinematográfico, y su andar lleva un aire de infinita soledad y extrañeza. La voz de Craig, con un cálido acento estadounidense y cierto tacto con las palabras, irrumpe escena a escena con observaciones sin importancia o declaraciones de amor: el equivalente a un Quijote queer en plena fiebre de opioides, alucinógenos y heroína. 

Lee busca cierta conexión que, dada su propia identidad queer, no parece obtener con facilidad, al menos no en el exilio. Sus relaciones casi siempre son fragmentadas y efímeras: encuentros de media noche en hoteles baratos, breves juegos de seducción y deseo con jóvenes primerizos, confesiones de madrugada con extraños a los que no volverá ver. Por eso, la aparición de Eugene Allerton, un joven ex militar de talante pulcro y mirada confidente –salido de una novela de Patricia Highsmith, como un Tom Ripley en modo twink– le resulta imposible de ignorar. Lee cae perdidamente enamorado de Allerton, a pesar de que este, como tantos otros jóvenes en la literatura homoerótica (quizás uno de los grandes arquetipos de la narrativa occidental) se mantiene ambivalente ante sus deseos. Al poco tiempo, parece que Lee y Allerton están involucrados en una suerte de romance, sin que ninguno de los dos quisiera admitirlo. Tiene sentido. Estando en su  lugar, ¿quién lo haría? 

Resulta muy natural que Guadganino quiera adaptar a Burroughs, y, sobre todo, que haya elegido Queer. Basta con repasar su filmografía. Un romance homoerótico entre un académico estadounidense y un precoz adolescente en el cenit de su sexualidad. Un misterio veraniego que enfrenta a una artista sin voz con la muerte inesperada de un productor musical. El romance inesperado de un par de caníbales y una fantasía terrorífica adaptada de  Dario Argento. Guadagnino es un cineasta muy inoportuno, muy rock and roll, devoto a las insinuaciones sexuales y sensoriales de sus protagonistas, un narrador obsesionado con el deseo y sus efectos perversos, un cineasta del cuerpo, pero no cualquier cuerpo, sino el cuerpo excitado, excitante, febril, constantemente vulnerable y transformativo. Guadganino tiene algo de cineasta beatnik: su cine es muy musical y egoísta, con historias pensadas sólo para sí mismo, un cine fragmentado, de carretera, un cine que sigue la misma rebeldía textual de Jack Kerouac y el talante pretencioso de Allen Ginsberg. 

Con su Queer, el italiano concibe una historia que va a ninguna parte, que no sabe muy bien qué es lo que es. El contraste con la densamente estructurada Challengers (2024) (del mismo director y guionista) es notorio. Por momentos, sobre todo en el primer acto, Queer es una historia de amor contrariado y censura queer, una suerte de romance decadente, de sexualidad embriagadora, con una puesta en escena bastante elegante y agradable a la vista. Para el segundo acto, la película se torna una suerte de road trip pasional y delirante, amor y enfermedad en el trópico, con los sentidos a flor de piel. El tercer acto, (y aquí es donde tenemos que ser cuidadosos) es una total jalada de los pelos, una puesta en escena muy gonzo, desenfrenada y con toques surreales, que involucra un paseo por la Amazonía ecuatoriana y referencias a los shuar y otros pueblos originarios. De alguna manera, cada capítulo parece apropiarse de un beat distinto. La primera parte es claramente Burroughs, la segunda tiene algo de Burroughs y algo de Kerouac, y la tercera tiene más de Hunter S. Thompson y su periodismo estilo guerrilla. O bueno, podríamos estar leyendo de más. No es que al director le importe demasiado. 

Me queda claro que Guadagnino parece filmar el tipo de película a la que Burroughs le daría su bendición. No es común ver a un cineasta tan comprometido con la fuente original, al menos en espíritu, más cuando esto puede involucrar una creciente disonancia con lo que quiere la audiencia. Los giros de la trama tienen sentido dentro del mundo Burroughs, pero parecen muy poco plausibles para los espectadores de verdad. La cámara de Guadagnino es particularmente inquieta, casi siempre interviniendo con close-ups y ángulos extraños, metida a la mitad del acto sexual, evocando diferentes sensaciones corporales: sudoración fluido, piel. La película irrumpe con numerosas secuencias semi-musicales, con números de rock alternativo totalmente fuera de época (aquí suena desde Nirvana hasta New Order, reafirmando una vez más la melomanía de su realizador), y mucho estilo. 

Esta es una de esas películas que uno debe ver con cierta disposición especial. La forma en que Guadganino quiere llevar el film a la gran pantalla supone un enorme salto de fe: la audiencia tiene que validar el peculiar afecto entre los protagonistas para que el drama funcione, aun cuando ellos son los menos indicados para estar juntos. En el dilema central del filme, Lee ha aceptado sin tapujos la etiqueta queer (primero como condena y luego como solución), mientras que Allerton se resiste a toda costa a utilizarla. El vínculo entre ambos, entonces, sugiere un nivel extremo de fragmentación e incertidumbre, afianzado únicamente por la insistencia del expatriado y la pasividad de su joven amante. El personaje de Allerton nunca nos da certezas de sus intenciones con Lee. Recordemos, además, que vemos el filme desde la perspectiva de Lee, lo que refuerza el estado de confusión permanente del protagonista. Que Lee sea un despatriado adicto a las drogas, un gringo pervertido en México, solo refuerza esta constante sensación de alienación con el mundo que le rodea, un estado completo de liminalidad permanente, y el amor como supuesta solución repentina. 

Este es un filme que, como otros hitos del 2024 (The Substance y Furiosa me vienen a la cabeza), está particularmente obsesionado con el cuerpo. “No soy queer, solo estoy descarnado/descorporeizado”, insiste Allerton, en una frase que repetirá constantemente antes y durante las alucinaciones. Es una proposición bastante sugestiva. Para Allerton, su deseo queer parece alejarle de su propio cuerpo: una forma de romper el continuo entre él y su deseo, él y su percepción del mundo, un enfrentamiento latente con lo que desea y le estimula, y lo que debería desear. En contraste, el ser queer para Lee implica reafirmarse en su propio cuerpo, pero, en este caso, su cuerpo solo tiene sentido en relación con otro. No sorprende que la alucinación principal que acecha a los dos protagonistas tenga a ambos cuerpos pegados en uno solo, las fronteras diseminándose, la piel transmutando. La búsqueda de ayahuasca por parte de Lee parece responder a esa misma necesidad: la telepatía, como una forma de comunicarse sin vincular o el cuerpo, o, más bien, vinculándolo hasta lo más profundo. 

En el cierre de Queer, nos quedan muy pocas respuestas sobre la naturaleza del afecto queer, la identidad disidente y mucho menos sobre la relación entre William Lee y Eugene Allerton. No lo sé. Si algo es una constante en este film es la falta completa de armonía: diálogos salidos de una novela beat que irrumpen en la solemne puesta en escena; personajes que aparecen y desaparecen de repente, un protagonista en un estado de alucinación permanente, música de otra década perdida en los 50, cierto aire de romance tóxico que deambula sin motivo aparente. Y aun así, con todo el misticismo y confusión, Queer, como la prosa de Burroughs, exhibe una sensibilidad tremenda, un tipo muy particular de belleza, la belleza adictiva y violenta, surreal y efervescente.  ¿No es acaso el tipo de películas que deberíamos ver más seguido en los cines? 

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