El cuestionamiento que plantea esta película no se queda en lo físico, por lo que sería erróneo pensar que solo busca dar un mensaje aleccionador sobre amor propio, reduciendo lo que quiere dar a decir. Acá la batalla es interna en todo momento, donde las frases hechas usadas mil veces son reemplazadas por miradas y momentos incómodos, dándonos una lectura perfecta de cómo es el mundo desde el punto de vista de Edward (Sebastian Stan). Dicha perspectiva, en la que nos sumergimos progresivamente, será tan agobiante como sorprendente por sus transformaciones.
Si el director Aaron Schimberg hace algo bien desde un primer momento, es mostrar esa dualidad que hay entre lo que uno es y lo que uno quiere, tal vez erróneamente, ser. Este es un protagonista a quien se le recuerda constantemente lo timorato que es, siendo él la única persona que nota su condición física, pensando que si la cambia, encajaría como corresponde. No obstante, aun con esta «dificultad» vemos cómo Edward es capaz de forjar vínculos, que eventualmente se ven resquebrajados no por cómo luce, sino por su mermada autoestima. Es a partir de ahí donde nuestro protagonista busca forzar ese sentido de dualidad, separándose de esa apariencia que, según su forma de verlo, entierra a la verdadera persona.
He ahí el porqué un elemento como la máscara es importante. Una vez que la «separación» se consigue, lo que en realidad ha sucedido fue una muerte y un nacimiento, con la máscara siendo un recordatorio de quien fue en vida Edward y cómo Guy no es más que una versión vacía de quien solía ser, siendo este bonito cascarón sin nada en el interior, ya que este ya fue drenado. Y ahí es que uno se pregunta si esta esencia realmente se fue o se transformó, con la llegada de un nuevo personaje lo que eleva esa duda. ¿Es alguien como Oswald (Adam Pearson) el verdadero «hombre diferente» del que hace mención el título? Es una pregunta que surge al ver cómo su presencia desafía la decisión de Edward.
Claro que eso no sucede porque Oswald sea un «modelo a seguir», sino porque simple y llanamente representa esa nueva mirada que debemos tener hacia quienes son diferentes. Mientras que en la primera parte, con Edward teniendo un control total de la narrativa, todo es más claustrofóbico y esa visión maliciosa del mundo reina, con Oswald cambia, tornándose menos hostil y alienando a Edward, que parece no comprender este súbito cambio de paradigma. El modo en que esto se trabaja es fascinante. La facilidad con la que Schimberg transforma este cuento de hadas en una pesadilla llena de paranoia y remordimiento impactan por más que uno pueda verla venir a kilómetros.
Vuelvo a lo mencionado al inicio, debido a que, en efecto, esta no es una película que se queda en el amor propio. Para demostrarlo, está el personaje de Ingrid (Renate Reinsve), quien aporta la cuota de metaficción al guion, usando estas ideas de inseguridad y vacío existencial para hablar de los límites que uno se impone al querer crear. Ella ve en Edward esa inspiración por hacer algo diferente y con Guy, quien podría simbolizar esa versión limpia y carente de sustancia del arte, solo ve una simple mímica, un artificio que no podrá igualar aquello que sí es auténtico.
El declive de todo inicia cuando ella (y por supuesto el propio director) se percata de ese artificio nada convincente, no siendo más que una máscara vacía. Es ese motivo por el que será menester liberarse de ese lastre que le impide llegar lejos, siendo este un paralelismo con Hollywood y su falsa preocupación por problemáticas de las que son ajenos. Por eso Oswald, y el propio Adam Pearson como actor, no es mirado con pena o lástima, dejando en claro que su presencia es auténtica y puede brillar por cuenta propia. Al final, es justamente con esa realización tardía en Edward que la gran tragedia del filme pega con un gran dolor.
A Different Man es una cinta que encanta por su naturaleza trágica, convirtiéndose en una llamada de advertencia para quienes, como su protagonista, fuerzan lo que no debe ser forzado. Su director, cuya obra previa debo ver y su obra futura debo seguir, concibe un guion maduro e interesante por los cuestionamientos que plantea sobre los temores internos, así como del arte actual y sus ganas de querer ir siempre a lo seguro. Además, su puesta en escena, que consiste en encerrar a Edward en estos laberintos y espejos que lo conducen a la locura, es perfecta para su propuesta que es, a fin de cuentas, una gran broma pesada del destino. Esa solvencia, llevada de gran manera por sus excelentes actuaciones, le permite llegar a un desolador desenlace, que, en la situación ideal, te destruye por completo.
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