Recuerdo una función especial de El Eco (2023) en Perú, película de no ficción que sigue las vidas de los habitantes del pueblo con los climas más extremos de México, y que, como protagonistas, tiene a mujeres de distintas generaciones que encuentran consuelo unas a otras. Al acabar la proyección, Tatiana Huezo, la directora, se levantó de su asiento y confesó que el enfoque del film en mujeres y sus dilemas fue totalmente espontáneo. “Fue la película que naturalmente me salió”, dijo Huezo. Le creo. La película anterior de Huezo, Noche de fuego (2020) es también una película de mujeres hecha por mujeres, un desgarrador testimonial de lo que Rita Segato llamó “guerra contra las mujeres” en medio de la violencia del narcotráfico y la represión estatal en México. Ambas películas tienen un peculiar compromiso etnográfico, el acento en los personajes y su estilo de vida, una vocación por un realismo incómodo, pero necesario, una ventana a ese mundo marginal y cruel, pero muy real.
Me pregunto si el francés Jacques Audiard pensó en las películas de Tatiana Huezo (y otras tantas producciones sobre la violencia en México dirigidas por mujeres) cuando concibió Emilia Pérez, el proto-musical posmoderno, auto paródico y decididamente absurdo que emerge en el contexto de la guerra contra el narco y las desapariciones en México. Si uno sigue las intensas reacciones en redes sociales (un nuevo episodio de las guerras culturales, en las que los ejes izquierda-derecha ya no son precisos para explicar las posiciones de la gente), uno pensaría que no. Emilia Pérez, a pesar del respaldo de suficientes sectores de la crítica y el espaldarazo de la industria con la seguidilla de premios y nominaciones, no es una película de consensos y armonías, sino todo lo contrario. La respuesta en redes sociales es especialmente violenta: se le acusa de racista, transfóbica, estereotípica, cruel. Pero, aunque nos guste o no, muchas películas que trascienden el canon popular tienen exactamente esos mismos rótulos: nadie pensaría que el Perú que filmó Werner Herzog en Aguirre, la ira de Dios (1979) y Fitzcarraldo (1982) tiene algo de verdad, y pocos defenderían la narrativa colonialista que se evidencia en clásicos del cine como Lawrence of Arabia (1963). Aquí la crítica más mordaz (y muy presente en los espacios digitales) es que Emilia Pérez no es una buena película.
Me pregunto cuántas personas que comparten los clips de Emilia Pérez (aduciendo de su mala calidad artística) se han dado el tiempo para ver el film en su conjunto o asistir a una sala de cine. Por supuesto que no tienen que hacerlo, pero, si ese es el caso, habría que reconocer que una película no es un ensamblaje de escenas inconexas, sino un todo audiovisual compuesto a partir de un framing en específico, una mirada particular. Si extraemos un clip de una película de pronto y la compartimos en plataformas digitales, son muchos casos en los que el efecto sea el mismo. Una escena sin contexto de The Killing of the Sacred Deer (2016) o The Favourite (2018) de Lanthimos (con actuaciones adrede acartonadas o hiperbólicas) bien podría parecernos un bodrio tremendo. Sacar de pronto un clip The Big Short (2015) o Vice (2018) de Adam McKay nos podría hacer suponer que son películas terribles, dado el estilo desenfrenado, cámara en mano y con una fotografía descolocada que elige el director para ciertas escenas de falso documental. Me inquieta pensar el poder de la cultura digital para producir tendencias o contratendencias contra productos culturales (películas, obras de arte, series) solo por sus apariencias, la parte por el todo. Emilia Pérez podría ser una película terrible, sin duda, pero el método de comprobación, siguiendo la navaja de Ockham, tiene que ser la más simple: ir a verla y decidir por uno mismo.
De todas maneras, es difícil ver objetivamente una película que, dentro del banquillo de acusados, deba lidiar con dos tremendas cargas de prueba: la de ser una película ofensiva y un acto de colonialismo cultural, y el de ser un bodrio sin gracia. Pero quizás sea esta disposición, si se combina con cierto tono humilde y la disposición al asombro que debería tener todo cinéfilo ante cualquiera película, lo que permita que la experiencia de Emilia Pérez sea mucho más memorable para la audiencia. A fin de cuentas, la película de Jacques Audiard se concibe como un espectáculo sin fin por más de dos horas de metraje; un atrevido pastiche que ensambla los géneros y subgéneros que se han usado para narrar las historias de los narcos. Por ratos Emilia Pérez es un narcocorrido, una telenovela, un thriller serie B, un culebrón amoroso, un cine noir y un melodrama familiar. Y casi siempre es un pseudo musical, con canciones que se acaban a la mitad y letras que no cuajan bien con la música.
Ver a Emilia Pérez como un pastiche que no se toma tan en serio a sí misma es una opción arriesgada, por supuesto, y algunos considerarían que se trata de una respuesta demasiado benevolente, por supuesto. ¿Por qué darle el beneficio de la duda? ¿Solo porque es un film de autor con laureles en Cannes y con un director francés? Algunos harán eso. Yo le doy el beneficio de la duda porque es un espectáculo provocador, contradictorio, decidiamente camp y escandaloso, que no se parece a nada que haya visto antes en el cine. También se lo doy porque creo que, con mucha honestidad, Emilia Pérez no se adjudica algo que no es. No es una película sobre México, por supuesto. Si lo fuera, sería terrible. Me parece que es una película sobre la idea de México, sobre ese México gringuizado y occidentalizado, estereotípico y brutal, el México más telenovelesco y pasional, el mundo de los narcos de la TV con una serie de vueltas de tuerca que Audiard y compañía añaden hasta por gusto.
Es de esa misma forma en que nadie pensaría que la trilogía de EE UU que hace Lars von Trier (que incluye Dancer in the Dark, 2000; y Dogville, 2003) tiene algo muy preciso que decir de los EE UU: a fin de cuentas, ¡su director jamás ha estado en el país norteamericano! Y así como la trilogía de Von Trier, el cine contemporáneo tiene otros tantos ejemplos de películas que reimaginan otros lugares para explotar el arquetipo: sin ir más lejos, Queer (2024) de Guadagnino se inventa un México y un Ecuador bastante estereotípicos, fantasiosos, carentes de algún elemento realista. Nadie le reprocharía a Guadagnino el tipo de película que hace, claro está, porque esta no es una película sobre México y sobre Ecuador, y eso es importante. Queer es una película sobre la soledad masculina y su eterna melancolía, así como Emilia Pérez es una película sobre la exaltación de la feminidad, la búsqueda de redención y la condena de la violencia, de la que uno no puede escapar sin importar qué se haga.
Esta es la historia de Manitas del Monte, un narco que lleva años en terapia hormonal y que le pide a una abogada de corruptos y padrotes, Rita Moreno Castro, que se encargue de gestionarle una operación de reafirmación de sexo, vaginoplastia y otros procedimientos quirúrgicos transformadores. Rita cumple con el pedido y Manitas del Monte es declarado muerto. Años después, Emilia Pérez, dispuesta a abandonar su vida como Manitas, vuelve a México dispuesta a llevarse a sus hijos de vuelta, ocultándole la verdad a Jessi, su esposa. Rita le ayuda con este nuevo pedido y se torna su confidente. Atormentada por su pasado y por el rastro de sangre que recorre México, Emilia decide fundar una organización que ayude quienes busquen a los desaparecidos, una organización que principalmente ayuda a madres, hermanas, tías, sobrinas e hijas, y financiada por el dinero sucio de la política mexicana.
Audiard insiste en el potencial queer de su premisa principal (la subversión de la híper masculinidad presente en la cultura narco) y la lleva hasta la hipérbole con su musical irreverente. La primera escena, luego de un plano panorámico de Ciudad de México de noche, nos lleva hasta las calles de la ciudad, plagadas de fricción y violencia, con una fascinante Zoe Saldaña como Rita, que canta sobre los efectos del machismo y la violencia mientras asume la paradoja de ser una abogada de los poderosos. Es una secuencia impresionante. Esta primera canción, como la mayoría de canciones de Emilia Pérez, parecen las iracundas proyecciones de la mente de las protagonistas, un testimonio de su subconsciente, casi siempre confrontacional y poco apologético, en el que la música funge como una excusa para las palabras y no al revés. Audiard no abandona la cámara en mano y más bien deja que esta se contorsione junto a los protagonistas. Echa mano a todos los trucos del libro: colores híper saturados, secuencias de cortes muy rápidos, zoom ins y fade outs, escenas con el fondo negro, con las actrices bailando sobre una luz de cabaret.
El espíritu pasional del film nunca se acaba y es posible que termine cansando a varios en la audiencia. No es mi caso. Los musicales demuestran la potente interrelación entre cine y música, ese lenguaje abstracto, muy emotivo y trascendental que es imposible de constituir con palabras. El ritmo del film es siempre ceremonioso y de mucha intensidad, lo que refuerza la artificialidad de su historia. En la paradoja, aunque sabemos que la historia es implausible y la puesta en escena es artificial, las emociones que emergen son muy reales. Muchos lloramos con una telenovela o nos emocionamos con una película de terror de serie B. Imagínense un caso en el que esa telenovela se filma con maestría y detalle, y tiene a dos protagonistas en la mejor interpretación de su carrera. ¿Cómo no sentir cosas, entonces?
Lo de las dos actrices no es una exageración. Estos son roles muy distintos, no tanto por la profundidad de los personajes y sus matices (no hay tanto de eso aquí), sino por la convicción y balance que estos requieren. Karla Sofía Gascón, protagonista de numerosas telenovelas en México y el extranjero es igual de firme que vulnerable en el rol titular, un personaje atormentado por sus demonios, seguro, pero de una vulnerabilidad sincera que la audiencia puede notar con facilidad. Zoe Saldaña está increíble. Sus gestos, movimientos, su frustración y aspiraciones, la fuerza de su voz, la tensión en sus palabras. La mitad de sus escenas no tienen tanto sentido y podrían haber salido muy mal. Con Saldaña, el absurdo cobra relevancia y valor artístico; su personaje es tan impensado como relista. Me gustaría decir lo mismo de Selena Gómez, pero su interpretación me resulta desigual, de extremos. No puedo negar, sin embargo, que es el complemento ideal para la quietud de Gascón. Adriana Paz, como la nueva amante de Emilia, destaca en un rol que le da poco que hacer, pero que funciona como una nueva mirada en el mosaico de mujeres que compone el film.
El elenco funciona de maravilla y muchas de las escenas, una vez que se acepta su empaque superficial, son un placer: una satírica revisión a la industria estética y los tratamientos de cambios de sexo; una ácida confrontación con los políticos corruptos y la élite mexicana, una convincente confesión de amor paternal y un pedido de emancipación por parte de Jessi, entre otros. Alguien en quien confío me dijo que las canciones tienen problemas con el ritmo y que resultan disonantes. La verdad que me costó darme cuenta: creo que son canciones que no funcionan por sí solas, pero sí por cómo emergen por la pantalla, por cómo sugieren algo que se parece a emociones reales, pero mucho más pop y vistoso. Siempre me emocionaré con películas que se conciben con tal nivel de pasión, reflejada en el ahínco de los personajes y el ritmo de la historia. Los giros en Emilia Pérez, cada uno más ridículo que el anterior, contribuyen a esta estética del asombro que determina del film, y llevan a un clímax algo violento, pero genuinamente conmovedor: música de orquesta mientras soldados toman las armas en una misión de rescate, el dramón de narcos llevado al cine de autor.
Quizás le esté perdonando muchas cosas a Emilia Pérez porque intenta simular un musical. Pero, a fin de cuentas, cada género tiene sus presupuestos y reglas, un lenguaje propio, y los musicales de tanta teatralidad suelen permitirse las historias superficiales, la falta de tanto desarrollo, los saltos entre fantasía y realidad, las emociones hiperbólicas y la ironía como punto de partida y de llegada. Si esta fuese una película seria, por supuesto, fracasaría rotundamente. Pero Audiard y compañía hacen lo suficiente para demostrarnos que ese no es el caso. Los personajes claramente no habitan en el mundo real, la fotografía es sucia a propósito, las secuencias se exageran y distorsionan y todo el ritmo y colores nos dejan con una estética bien trashy, marginal y escandalosa, heredera del Almodóvar de los 80 o las películas más provocadoras de John Waters, con el triple de presupuesto, claro.
Quizás esto sea suficiente para justificar que Emilia Pérez no es una mala película o que, al menos, no es la película que se concibe en las redes. Es claro que las otras críticas no pueden disiparse tan fácilmente. Es cierto que hubo muy poca participación mexicana en el rodaje. Es cierto que, como pastiche, recurre a arquetipos y lugares comunes, tanto de México como de la lucha por los desaparecidos como la transición de género y la identidad trans. No creo, sin embargo, que estas afrentan lo que Emilia Pérez quiere conseguir en la audiencia: genuino interés en la lucha de las mujeres, la ira contenida y el deseo de espectáculo que parecen cruciales en la política del siglo XXI, la posibilidad de calcar estereotipos a la vez que se intenta subvertirlos. Una vez más, es un resultado en parte desigual, caótico, de conflictos. Pero tiene un corazón enorme, y creo que sus protagonistas lo demuestran con creces.
Si quisiera prestar atención al asunto de los desaparecidos. Esto podría parecer una simple excusa narrativa para añadirle tensión a la trama, y es moralmente indeseable prestarse el dolor ajeno con únicos fines de entretenimiento. Pero también creo que Emilia Pérez mira con respeto los efectos y estragos de la violencia política, al menos cuando la cámara se aleja de la protagonista y se enfoca en otras tantas voces, que tienen su propia canción a la mitad del film y una en el cierre, quizás los dos mejores momentos de la película: contenidos, breves y solemnes, que dejan a cualquiera con los pelos de punta. Pienso en esas escenas y pienso en las películas de Tatiana Huezo, películas como La civil (2021) y obras de teatro como Mujeres de arena, de Humberto Robles, testimonios valientes y fascinantes sobre la guerra contra las mujeres en México. ¿Pueden coexistir historias así con una fantasía paródica como Emilia Pérez? Quisiera creer que sí. Y espero que, dentro de todo el backlash que ha recibido el film, haya la chance de que todos sus opositores vayan a ver todas estas películas increíbles. La idea de una mujer narco que pide clemencia ante su familia y se vuelve patrona de los desaparecidos, una mujer en la gran odisea a la mexicana y en su propia ilusión telenovelesca se me hace con sentido y se lleva a la pantalla de tal forma que uno no puede dejar de verla, con el corazón en la mano, además. Eso tiene que valer de algo.
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