[Crítica] En busca de «Emilia Pérez»

emilia perez audiard

De la pronunciación a la cancelación

Esta es una película muy original tanto en lo formal como en su contenido. Trata de un jefe mafioso que cambia de vida y, posteriormente, trata de redimirse liderando una campaña de derechos humanos; sin embargo, nunca puede sacudirse de su pasado, aunque la población termina por reconocerlo. 

Así descrita, parece una historia convencional, pero la originalidad consiste, en lo formal, en que se trata de un musical que empieza como policial y deviene rápidamente en un melodrama naturalista; y, en cuanto al contenido, incluye asuntos como la transición de género, la búsqueda de desaparecidos por la violencia del narcotráfico en México y la religiosidad popular.

Un musical conversacional

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En tanto musical, la película tiene una estructura basada en lo que se conoce como singspiel, o sea, una ópera con arias (canciones) y escenas musicales junto con diálogos hablados. Pero este sería un singspiel «evolucionado» ya que –a diferencia de otros musicales– lo hablado está muy bien conectado con lo cantado convirtiéndose en un continuum “conversacional”. Es decir, que la transición entre el diálogo y la música no es abrupta, sino que está muy bien hilvanada.

Así, por ejemplo, en el encuentro inicial entre el narco Manitas del Monte (Karla Sofía Gascón) y la abogada Rita Mora Castro (Zoe Saldaña), él empieza deletreando una línea, sisea, habla y luego comienza a cantar, todo como partes casi indistinguibles de un mismo parlamento; así, la música (el canto) va surgiendo gradualmente de lo hablado. Luego, en el dueto entre Rita y el Dr. Wasserman (Mark Ivanir), este empieza con una palabra cantada, las siguientes habladas y a continuación vuelve al canto; o sea, que durante la escena ambos intercalan indistintamente partes cantadas con otras habladas.

Estas elaboradas combinaciones recuerdan la peculiar sintaxis de los libretos wagnerianos, el estilo “conversacional” de varias óperas de Richard Strauss y hasta una especie de sprechgesang (que devendrá en rap y luego en piezas pop y rock). Este tratamiento sonoro genera un efecto parecido al de Falstaff, la última ópera de Verdi, aunque por razones muy distintas. Ciertamente, hay un tratamiento operístico, a la vez que se establece una gran naturalidad y fluidez de lo musical en buena parte de la cinta. 

Una segunda cualidad es que varias de las canciones suenan «militantes” o con voces como de protesta, de tal forma que la banda sonora genera una sensación de reclamo y desafío que sostiene los contenidos de denuncia y lucha (personal y social) desarrollados en la acción dramática. En ese sentido, lo interesante no está en el valor musical de la banda sonora como producto autónomo, sino en cómo esta ha sido diseñada para servir de soporte fundamental a la estructura narrativa audiovisual; siendo la música –compuesta por Clément Ducol y la cantante Camille– sumamente original y variada. 

Destaca también que varias partes musicales incluyan coreografías bastante expresivas, así como una edición ágil que refuerza la violencia emocional (implícita y explícita) tanto de parte de la música como de la acción dramática a lo largo de toda la obra. También ayuda a mantener la continuidad y naturalidad de la acción el hecho de que las canciones y escenas musicales estén cantadas por los propios actores y no sean dobladas por cantantes profesionales (a excepción de Selena Gomez, actriz y cantante).

Un melodrama naturalista

En lo referente a los contenidos, la historia gira en torno al mencionado Manitas del Monte, uno de los principales narcotraficantes mexicanos, quien ha decidido realizar su transición de género (que en la película se enuncia como cambio de sexo) para lo cual contrata a Rita Mora Castro, una joven abogada, talentosa pero mal pagada, que además defiende criminales para sobrevivir. Rita logra cumplir su cometido luego de varias peripecias, volviéndose así millonaria. 

Emilia Perez

En un segundo acto, cuatro años después, ella es recontratada por la ahora Emilia Pérez (Karla Sofía Gascón) a fin de recuperar a sus hijos y a su antigua esposa Jessi (Selena Gómez); luego, sensibilizada por una madre que perdió a su hijo e inspirada por su recuperada su relación filial, Emilia (junto a Rita) inicia una labor social de apoyo a los familiares de las víctimas de la violencia del narcotráfico en México y suma una nueva pareja, Epifania (Adriana Paz). En el tercer acto, los conflictos intrafamiliares desembocan en una recaída en la violencia total y, en el desenlace, todo acaba en una expresión de religiosidad popular disruptiva.

Lo característico en esta obra es que no hay personajes totalmente inocentes, todos están signados –en mayor o menor medida– por la violencia, la injusticia, la culpa y la insatisfacción consigo mismos; salvo quizás los hijos pequeños, quienes tienen un papel marginal. En tal sentido, al inicio, Manitas está al borde del suicidio, acosado por una vida dedicada al crimen (ser capo del narcotráfico no es una actividad sostenible, sobre todo cuando se ha llegado a la cúspide) y deseando disfrutar de su verdadera identidad. Rita vive atormentada por venderse (o tener que hacerlo) al mejor postor, en busca de riqueza y a costa de lograr la injusticia para terceros. Jessi es una esposa frustrada, insatisfecha de su matrimonio, separada a la fuerza de su marido y luego de su amante. Incluso la sufrida Epifania, en su encuentro con Emilia, va provista de un cuchillo.     

Esto se sostiene tanto en la música, ligeramente marcial, exuberante y moderadamente melancólica, y las coreografías que acentúan oportunamente el dramatismo y tensión subyacentes en gran parte de la obra; así como en la iluminación en penumbra, propia de las numerosas escenas nocturnas, sobre todo al inicio y parte del tramo final del filme. En estos componentes se apoya la persistencia de un pasado sombrío en la vida de los personajes.   

Pero, al mismo tiempo, todas desean rehacer sus vidas, cambiarlas, e inician una ruta para ello, hasta cierto punto estimuladas (implícitamente) por las consecuencias de la transición de género de Emilia. Tratan de ser fieles a sí mismas, buscando un cambio de vida –como la protagonista– y liberándose de las culpas y amarguras de sus vidas anteriores. Más aún, luchando por mitigar el contexto de violencia que las rodea, en un marco de defensa de derechos humanos.  

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De esta forma, persiguen un camino de redención de su propio pasado (incluso Jessi, que aparentemente lo intentará in extremis y tardíamente), aunque al estar marcadas por un enfoque naturalista, no podrán salir del todo de sus condicionamientos sociales y las tres protagonistas finalmente recaerán en lo que tanto buscaron superar. 

El peso de este pasado se mantiene sutilmente en toda la obra; por ejemplo, cuando Emilia forma la ONG, se evidencia que entre los participantes hay antiguos contactos de su época de narco, así como un antiguo jefe de Rita. La redención no llegará, pues, a las protagonistas, sino hasta el desenlace, que es una especie de reconocimiento (en la que la redención es cumplida) por parte de la población; lo que es una solución dramatúrgica inesperada y fascinante, a la vez que polémica.     

Todo esto tiene como soporte las notables actuaciones Zoe Saldaña y Karla Sofía Gascón, quienes hacen creíbles la transformación –física y emocional– de sus respectivos personajes. Saldaña alcanza un nivel de intensidad expresiva que la convierte en el pivote de toda la historia y el gran apoyo al trabajo de Gascón. Esta última, por su parte, sorprende por la transformación física –antes y después– que ocurre mediante la transición de género. El resto del reparto no tiene mayores exigencias y cumplen con solvencia sus respectivos papeles.

Hay que destacar la audacia del realizador Jacques Audiard para haber logrado una puesta en escena coherente y espectacular a partir de asuntos tan controversiales y en cierta medida disímiles; además de haber recurrido a la “comedia musical” (que de comedia no tiene nada, por cierto) para hacerlo. Este logro se basa en haber sabido utilizar de manera eficaz y creativa géneros cinematográficos populares de tal forma de hacer creíbles hasta los componentes más insólitos de esta obra.   

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La audacia, sin embargo, conlleva riesgos que conducen a errores o debilidades. Uno, desde el punto de vista de la coherencia narrativa, es no haber desarrollado suficientemente al personaje de Jessi, por lo que queda un poquito en el aire la motivación de su confuso enfrentamiento final con Gustavo Brun (Édgar Ramírez), el que asocio con un posible arrepentimiento (¿y, como resultado, redención?) de ella con respecto a lo que representaba Manitas en su pasado.

De la pronunciación a la incomunicación

El segundo es un problema de comunicación y se refiere específicamente al público mexicano. La pronunciación no totalmente local de las tres protagonistas principales genera un “ruido” para muchos de los espectadores de ese país, pese a que en la cinta el personaje de Zoe Saldaña aclara que –aunque mexicana– es nacida en Santo Domingo y el de Selena Gomez dice su segunda línea directamente en inglés, evidenciando que el personaje Jessi tuvo un pasado en EE UU que justificaba perfectamente su pronunciación; mientras que Gascón ya tiene experiencia trabajado en México.

En consecuencia, esto debería ser visto como un defecto menor, pero –en cambio– fue el punto de partida de una campaña negativa, originada principalmente en redes sociales; por lo que, de todas formas, hubiera ayudado hacer más énfasis o añadir información adicional sobre estos datos en el guion. 

El punto clave es que las críticas empezaron y crecieron por los comentarios de personas que no habían visto la película, sino pequeños cortes o el tráiler (o habían seguido a algunos pocos que sí la vieron), y advirtieron que la pronunciación de las actrices no era mexicana, lo que –como dije– debería ser considerado como un defecto menor; pero que se sobredimensionó cuando se criticó que había pocos actores mexicanos. De allí saltó a la idea de que el filme mostraba una visión sesgada de México como un país violento. 

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Todo esto fue considerado como parte de una visión eurocéntrica y poco “auténtica” –cuando no falsa, insensible y ofensiva (esta es otra palabra clave)– de los asuntos planteados en la obra; tales como los desparecidos por la violencia del narcotráfico o los supuestos estereotipos de las personas trans. Como parte de la “falsedad” hubo furiosos ataques transfóbicos a Karla Sofía Gascón, los que incluían amenazas de muerte.

Se formó así una “bola de nieve” que crecía imparable (y aún sigue) con la participación mayoritaria de usuarios que –repito– no habían visto la película. Me llama mucho la atención de que este hecho, el no haber visto el filme, pase como un dato menor a pesar de que muchos usuarios lo reconocen sin tapujos y otros advierten que probablemente, cuando la vieran, coincidirían con las críticas condenatorias. Lo que es una de las características básicas de las redes sociales: la pura repetición de lo que muchos dicen, sin reflexión alguna, ni propia.  

Incluso si alguien se retracta –como Eugenio Derbez, que aparentemente dio el primer “clarinazo” sobre las pronunciaciones “raras” de las actrices protagonistas– esa corrección es sepultada (o sea, ignorada) y hasta alimenta el (y da pie al aumento del) alcance de la “bola de nieve” (como ocurre cuando Donald Trump, el troll n° 1, se desdice a sí mismo en sus propios tuiteos y los “sepulta” reactualizándose con nuevos contenidos, muchos falsos, pero diarios, generando una presencia constante).   

Esto ocurre por la inmediatez con la que se reacciona en redes sociales, lo que limita o anula la capacidad de auto corrección, eliminándola y reemplazándola por un presente inmediato y de repetición permanente. Obviamente, cuando la película se estrena, los pre-juicios así establecidos se ven (en muchos casos) “confirmados”, los elementos creativos y artísticos del filme se omiten o, en el mejor de los casos, se resignifican para presentarlos –junto a otros nuevos– como negativos y confirmatorios de lo establecido previo al visionado. 

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Las conclusiones condenatorias (y, eventualmente, cancelatorias) de esta inmediatez, a su vez, se explican y hasta justifican por la convicción de que las opiniones y creencias de cada usuario son válidas per se; con lo cual se abandona toda objetividad. No interesa mucho lo que está fijado objetivamente en las imágenes o el sonido (es decir, la evidencia), sino las percepciones, interpretaciones, opiniones y elucubraciones de los usuarios, o sea, lo subjetivo (sobre todo si resulta “ofensivo” para grupos determinados). Esto porque en las redes sociales el concepto de objetividad ha desaparecido y ha sido reemplazado por la idea de que “todo es subjetivo”.   

De esta forma, también se abre la puerta para las reacciones puramente emocionales, descontroladas y hasta instintivas; es decir, a la irracionalidad ejemplificada en el formato tipo de las redes: los debates de suma cero, con descalificación total del adversario, real o imaginario. No solo se anula el visionado de la película, la posibilidad de auto corrección o rectificación, sino que también se omiten o distorsionan sus valores artísticos intrínsecos (incluyendo defectos menores y posibles aportes), y se elimina la posibilidad de un debate productivo, ya que se excluyen consensos y se descalifican no solo data u opiniones distintas sino hasta a la persona misma; para no hablar de los discursos de odio que pululan por allí.

Estas interacciones son en gran medida inútiles para una crítica que haga justicia a la película. Lo único que logran es generar una gran “bulla” que solo beneficia a los productores de la película, pues más gente va a acudir la verla, mientras que los boicots también producen –a la larga– el mismo efecto, por la atracción de “lo prohibido”. (Lo que no creo que agrade mucho a los haters, firmemente cerrados en su mirada-túnel).

A la vez que sirve para reforzar los patrones de incomunicación, manipulación y polarización que caracterizan en gran medida a las redes sociales. Lo que conduce a una limitación de la libertad de los usuarios, quienes creen estar participando en un debate libre, cuando en realidad solo reciben lo que los algoritmos les presentan, que coincide con lo que opinan; pero limitando su acceso a información diferente u opuesta. 

Luego, la propia interacción social se encarga –bajo el mecanismo de la “bola de nieve”– de anular o suprimir totalmente tal información alternativa. De esa forma, en el mundo real, se crea una especie de “cultura” de cancelación (social) y hasta censura (gubernamental) inmediatas, que supone serias restricciones a la libertad de las personas. 

¿No me creen? Hace poco, en Perú, tuvimos un caso parecido, aunque a menor escala. Salió un afiche de una obra teatral universitaria llamada María Maricón con iconografía católica. Inmediatamente, la obra fue condenada por la Conferencia Episcopal Peruana, así como censurada por el Ministerio de Cultura, ambos controlados por grupos fundamentalistas. La universidad canceló el evento, afectando no solo a esa obra sino también a obras de otros alumnos. En suma, todos actuaron como cualquier tuitero: la cancelaron inmediatamente y sin ver la obra (ofendidos por el afiche). 

Este es un claro ejemplo de cómo la “cultura” de las redes (inmediatez y cancelación) se ha transferido del mundo virtual al mundo real. Luego se comprobó que esta pieza no era contraria a la Virgen María; al contrario, el autor era fan mariano, solo que gay. La universidad y el arzobispado tuvieron que dar marcha atrás en lo que fue una censura injustificable (académicamente) e inconstitucional (legalmente). Se ha anunciado que la obra finalmente se verá en un par de meses. Veremos entonces cuánto habrá avanzado esta cultura de la cancelación y la incomunicación en el mundo real.

Aclaro que no planteo descartar lo subjetivo ni lo emocional en los juicios u opiniones que uno pueda tener. No se trata de eliminar la subjetividad (además, sería imposible) y reemplazarla por una objetividad absoluta: no existen tales absolutos, sino que se trata de recuperar un espacio para la duda, la evidencia, el equilibrio, la complejidad, la certeza de que no conoceremos la verdad completa y –aunque esto excede la presente nota– avanzar hacia un enfoque de consensos intersubjetivos. 

Lo que exige un mínimo de distanciamiento y racionalidad (y también, pero no únicamente, emoción). En consecuencia, conviene intentar un ejercicio de restauración de la objetividad para identificar, examinar y separar lo extra cinematográfico en todo este debate.

Volver a lo básico

Lo primero es precisar lo dicho al principio: Emilia Pérez es un melodrama naturalista y musical sobre el cambio de vida y la redención; NO trata ni de la transición de género, ni sobre los desaparecidos del narcotráfico, ni sobre la religiosidad popular. Estos son insumos y elementos de contexto para la citada historia. Por tanto, no se puede esperar de esta película un análisis a profundidad ni detallado de estos contenidos sociales, policiales y culturales; los que se remiten al argumento y no a un análisis de la realidad social. 

Lo segundo es que se trata de una obra de ficción; la que, al igual que el resto de películas, es una fabricación. Si bien incorpora las referencias del mundo real antes mencionadas, sigue siendo ficción. Ciertamente, hay un esfuerzo de fidelidad hacia lo real para lograr la verosimilitud; que lo único que hace es hacer más convincente la naturaleza irreal y ficticia del filme.

Cierto que hay un cine que busca trascender hasta alcanzar un plano de veracidad y autenticidad, llegando a lo (cuasi) metafísico; pero incluso esas películas son fabricaciones, creaciones artísticas que generan sentidos que pueden asociarse con tales planos etéreos; tan ficticios y falsos como ocurre con el resto de filmes (salvo que se trate de documentales y, eso, hasta cierto punto). 

Emilia Pérez no pertenece a este último tipo de cine, y aprovecho para precisar que no es una obra maestra; pero sí es una obra verosímil, ya que la acción dramática está bien trabajada para enganchar al espectador en torno a hechos y situaciones que –aunque parezcan increíbles– ocurren en el mundo real (la realidad siempre supera a la ficción). Además, están “amarrados” de manera creativa y con un tratamiento musical original; todo ello logrado no sin riesgos y con algunos defectos que he señalado.  

En cuanto a las críticas que podríamos considerar en gran medida como extra cinematográficas, hay que ser conscientes que se generan en redes sociales, las que vienen destruyendo el tejido social (en cristiano, rompiendo vínculos de convivencia y comunicación social), de allí que haya que tomarlas con pinzas. 

La mirada externa

Por ejemplo, el hecho de que Audiard haya hecho un casting y no haya considerado una mayoría (sino totalidad) de actores mexicanos, solo significa que para su concepción de esta película en concreto escogió a las actrices que más le convencían, independientemente de su nacionalidad. Eso supuso una evaluación de costo/beneficio por su parte y los resultados del desempeño profesional de las cuatro actrices, dos principales y dos secundarias, van de lo bueno a lo muy bueno. 

No viene al caso discutir si el resultado debiera o hubiera sido mejor con actrices locales, lo que es otro debate de suma cero, típico de redes, entre lo que es y lo que pudo ser, entre lo que existe y lo que es mi buen deseo, entre lo objetivo y lo (en muchos casos) inútilmente subjetivo. En todo caso, sí hay actores mexicanos en esta obra, incluyendo Adriana Paz, aunque quizás en número insuficiente; por lo que el director francés deberá asumir que no va a obtener el favor de un sector del público mexicano.

Es entendible el problema generado por la pronunciación, pero las críticas a que el filme presenta una “mala imagen” del país por centrarse en la violencia urbana y el narcotráfico no me parecen convincentes. En su momento, Fellini fue duramente criticado por muchos de sus connacionales, indignados a causa de su película Roma, la que –según ellos– daba una imagen “falsa” y grotesca de los italianos. Por su parte, Kurosawa también fue criticado por tratar de complacer al público occidental y, presuntamente, participar de sus valores y políticas (la “mirada externa”, supuestamente ajena a lo japonés).

Hoy, estas críticas son anecdóticas, dado los valores cinematográficos de las películas de estos (y otros) grandes directores. Sin embargo, siempre ha habido cierta excesiva sensibilidad por razones nacionalistas y/o chovinistas. También en Perú tenemos este problema. En lo personal, como crítico de cine, cuando veo una película peruana inmediatamente imagino que transcurre en Nepal, allá por los Himalaya, en Asia. Esto me permite focalizarme en las características audiovisuales y dramáticas (independientes de la nacionalidad) del filme en cuestión; porque son estos factores los que garantizan su alcance global y su permanencia en el tiempo. 

Naturalmente, y pese a mis esfuerzos, durante el visionado siempre irán apareciendo las referencias nacionales y hasta locales que están enraizadas en nosotros, como nativos de un país o región determinados. Pero recibo y experimento tales sentimientos bajo el tamiz de sus aportes al lenguaje audiovisual (universal), lo que es una forma de “ver la película completa”. Si los estadounidenses tuvieran como criterio la imagen de su país para juzgar películas, cuestionarían (algunos lo hacen) y hasta cancelarían todo el cine de gangsters e innumerables obras yanquis en las que la violencia comunica sentidos sobre su nación, el mundo y/o la condición humana.

Por tanto, pensando en Emilia Pérez, llegué a la conclusión de que –con unos pequeños cambios (igualmente ficticios)– esta historia podría haberse desarrollado en el Tibet, China; y les invito, cordialmente, a hacer el ejercicio de imaginación. Si no les agrada el lugar, hay más de 290 otros países, distintos del propio, donde podría desarrollarse el mismo relato; ya que en muchos de ellos hay contextos de violencia extrema y todo indica que aumentarán.

Mientras tanto, dejo constancia de que la directora mexicana Issa López, por ejemplo, sostuvo que, al mostrar la violencia en México, el director francés “lo hizo mejor que ningún mexicano”. No lo dice un foráneo, sino una reconocida cineasta azteca y lesbiana. Por mi parte, solo añadiría que si bien es esta una obra altamente estilizada, incorpora elementos realistas, como el de la violencia, los desaparecidos y la escena final.           

En la misma línea, hay que matizar la acusación a Audiard de tener una mirada externa y “eurocéntrica”. Una mirada externa, incluso con sus sesgos inevitables, muchas veces es útil. Que alguien de fuera te diga cómo te ven, ayuda y hasta es posible que aporte. Un ejemplo de ello lo tuvimos en Perú, con las críticas a la realizadora Claudia Llosa por su película Madeinusa, acusada por supuestamente mostrar a la población andina como seres primitivos y sucios a partir de ciertos detalles chocantes que mostraba; atribuibles presuntamente a su mirada “externa”, de persona urbana de clase alta. 

Una década más tarde, tenemos películas habladas en lenguas indígenas y realizadas y actuadas por profesionales indígenas, con inocultables valores cinematográficos, donde se ven algunos de esos mismos detalles chocantes (y otros, distintos), y a nadie se le ocurre criticarlas por dar una imagen peyorativa de la población andina. De hecho, los dos primeros filmes de esta directora son un antecedente del (y una alta valla artística para el) renovado cine peruano en lenguas originarias; ya que su mirada externa resultó bastante penetrante, más allá de esos detalles.  

Lo mismo ocurre con la mirada externa de Audiard, por los valores cinematográficos intrínsecos que he mencionado y con que presenta el convulso escenario social. Aquí viene al caso precisar que no hay unanimidad en el público y la crítica mexicanos sobre esta película. Así, la citada Issa López, la considera “una obra maestra”; mientras que el destacado director también mexicano Guillermo del Toro la disfrutó bastante y afirmó: “es hermoso ver una película que es cine”. 

Otras personalidades de la misma nacionalidad, en cambio, como el escritor Jorge Volpi y el director de fotografía Rodrigo Prieto, la encontraron falsa, ofensiva, insensible y poco auténtica, en relación tanto a la transición de género y la violencia narco como a la idea de redención. 

Redención y transición

A Volpi, por ejemplo, le pareció inverosímil el eje del filme: “Asumir que, al llevar a cabo su transición, el macho salvaje y cruel que ha ordenado cientos de asesinatos se transforma de pronto en una mujer empática y comprometida con los más débiles supone un malabarismo narrativo imperdonable”.

Sin embargo, cuando uno ve la película, tras concluir Emilia su operación, aparece un cartel que dice “Cuatro años después” y la acción avanza hasta un local de comida callejera donde Emilia y Rita son abordadas por una madre que tiene un hijo desaparecido, lo que las informa a ambas del tema. Más aún, Emilia ha recuperado a sus hijos menores y, con ese estímulo emocional, se sensibiliza hacia el problema de los menores desaparecidos. Han ocurrido cosas luego de su transición. Es decir, que la creación de la ONG (punto de partida del proceso de redención) es consecuencia directa de estos hechos y NO de la transición de género; y esta transformación tampoco ocurre “de pronto”, sino después de al menos cuatro años.

No niego que se genere la percepción o incluso la sensación de que la supuesta redención de la protagonista ocurrió inmediatamente y como consecuencia de la transición. En un entorno donde “todo es subjetivo” se puede “interpretar”, opinar y hasta sentir lo que se desee (y, de paso, decir lo que plazca, mentir sin freno, etc. –pero ese es otro tema). 

No cuestiono esto porque ya es imposible evitarlo. Lo que me parece incorrecto es ignorar u omitir lo que visual y narrativamente (o sea, objetivamente) se ve en la película: el cartel y las escenas mencionadas de cómo se origina esta parte de la trama. No se trata de ignorar lo subjetivo (interpretaciones) sino –cuando sea el caso– de que al menos haya una mínima base objetiva (evidencia), por más que el efecto del algoritmo en nuestra mente lo restrinja u omita. Hay que hacer el esfuerzo, no es fácil, pero se puede.

En consecuencia, no hay tal relación de causa-efecto entre la transición y la redención, ambas van por cuerdas separadas. Recordemos que Rita, Jessi y Epifania también cambiaron de vida y ninguna de ellas transicionó de género. Y tampoco es exacto que la transición de por sí implicó un cambio de personalidad en Emilia, ya que tanto ella como los tres otros personajes mantuvieron sus nexos con la violencia del pasado en el presente y prácticamente hasta el final de la obra.

Es cierto que Emilia manifestó en más de una oportunidad su arrepentimiento por sus crímenes anteriores, lo que sugiere una voluntad de redención; pero –al mismo tiempo– esta se ve socavada por sus acciones y nexos con personajes turbios, al igual que Rita y Jessi. Incluso cuando Epifania y Emilia “hacen clic” se despiden mostrándose, una un puñal y la otra una pistola, en el único momento irónico de la película. 

En tal sentido, Emilia Pérez va más allá del tema transgénero y la transición de género de su protagonista, lo que es un componente distinto y separado del de los desaparecidos por la violencia narco, ambos subsumidos en un concepto dramático mayor: cambio de vida y búsqueda redención; no solo de Emilia, sino de las cuatro protagonistas.  

Más allá de lo trans

El enfoque de Audiard considera a su personaje trans como un ser humano común y corriente, al igual que el resto de los personajes, lo que implica que tiene defectos (acusados) y virtudes; por lo que Emilia arrastrará las características de su pasado hasta el final de la obra. Por tanto, cualquiera que haya sido su ocupación o pasado pre (o incluso post) transición, siempre podrá ser objeto de crítica. Y este es el gran problema, que difícilmente va a calzar con las posibles prescripciones sobre cómo tratar a las personas trans en obras de ficción.  

Como en el asunto de los desaparecidos por la violencia narco en México, el filme no profundiza ni desarrolla a fondo qué implica ser transgénero; simplemente lo presenta en términos generales como un hecho de la realidad, con cierto desarrollo enmarcado en el dueto antes citado entre Rita y el Dr. Wasserman, que sirve también como un adelanto de lo que veremos luego en la película. 

Previamente, en la primera conversación de Rita con Manitas, él todavía no entiende qué implica la transición y la abogada le explica que no es solo cambiar de sexo sino también de vida. Mientras que con el cirujano queda claro que no es un asunto de cirugía plástica sino de cambio de identidad, mientras que Rita afirma: “cambiar el cuerpo cambia la sociedad, cambiar la sociedad [es] cambiar todo, cambiar el alma” (cito de memoria).

Aquí, de un lado, se evidencian nexos entre las transformaciones en lo físico, lo personal y lo social, hacia una sociedad más tolerante y libre. Lo que anticipa la acción dramática que veremos en el ámbito personal y familiar, así como en el social (derechos humanos, religión popular).

Luego, Rita concluye en forma categórica: “cambiar de sexo no es una coartada”, adelantando que la transición (y su aporte al cambio de vida) de Manitas no lo va a redimir de su pasado criminal; es decir, siempre será una redención a medias y –como corresponde con el enfoque naturalista– frustrada. Aunque, como sostuve antes, tal redención se produce simbólicamente en la última escena, pero ya en un contexto distinto, sobre el que no puedo abundar más para evitar el spoiler.

De otro lado, queda claro que la historia de Emilia refleja la lucha del personaje para poder vivir su vida de acuerdo con su identidad de género. Pero, como todo buen personaje dramático, es y debe ser complejo y hasta contradictorio, no puede ser unidimensional; por lo que su transformación no se limita a la transición de género. 

Al inicio Manitas era una mujer en el cuerpo de un hombre que, para sobrevivir, se convirtió en un capo del narcotráfico. Tras su transición, superó su principal obstáculo externo, cumpliendo el sueño dorado de todo jefe mafioso: legalizarse y “adecentarse”. La ahora Emilia debe enfrentar su conflicto interno, que ya no es de género, sino de cambio de vida, de “alma”, puesto que ella ahora debe “blanquearse” totalmente con la ONG; y seguir manteniendo (y hasta reforzando así) el ocultamiento de su pasado criminal, lo que –a su vez– ilustraría un estereotipo sobre las personas trans. 

Y este obstáculo interno es el que no logra superar, ya que recurre a su comportamiento anterior, gansteril, en el bloque de secuencias que conducen al clímax de la película. Aquí se comprueba que ella sigue siendo la misma mujer violenta que siempre fue, reaccionando como tal ante el conflicto por sus hijos. Y lo mismo ocurre con Rita y Jessi, que se ven obligadas a pasar de roles, digamos, pacíficos a participar de la violencia explícita. No hay, entonces, posibilidades de redención que ellas puedan lograr por sí mismas.     

Aquí el planteamiento sobre la transición de género enunciado en el mencionado dueto baja a tierra para convertirse en la acción de un personaje específico que, entre la infinita variedad de personas que hacen reasignación de género, exhibe un comportamiento que no necesariamente cumple con las expectativas de cómo son (o deberían ser mostradas) las personas transgénero, según algunas de sus organizaciones. 

En otras palabras, en su bloque inicial de secuencias es una historia “trans” que, luego de la transición, se convierte en un relato relativamente convencional (posiblemente “cis”), lo que choca y descomputa a las personas de estas organizaciones o a quienes las siguen; y que genera críticas entendibles, aunque no justificables, porque no se corresponden con el eje dramático de la cinta: una historia (universal) de cambio de vida y redención, en los términos aquí descritos. 

Lo que conduce a una extraña situación, en la que la cinta es calificada de transfóbica por organizaciones y voceras trans, mientras que su actriz protagonista, a la vez, es atacada y hasta amenazada de muerte por una turba de transfóbicos en línea. En todo caso, la buena noticia es que sí hay otras buenas películas que cumplen los parámetros exigibles por dichas organizaciones, aunque esta no sea una de ellas.  

Aclaro que no minimizo estas críticas, incluso siendo altamente subjetivas. Lo subjetivo puede ser tan real que lo objetivo, y comprendo que este enfoque cis se siente hasta en el cuerpo de muchas personas trans. Al mismo tiempo, es sumamente difícil o insuficiente –dado la campaña global de odio y prejuicios contra esta población– la defensa de lo trans a partir de un personaje como Emilia (aunque se puede), que tiene atributos y defectos muy contrastantes, pero que se corresponden con la condición humana y la igualdad.   

En tal sentido, las decisiones de Jacques Audiard y su película pueden resultar incómodas y hasta ofensivas para ciertos grupos. El arte muchas veces es provocador y perturbador, como forma de revelar la complejidad de lo humano. Y esta película lo es a más no poder. Los críticos también podemos resultar incómodos, pero somos curiosos y, en mi caso, trato de estar abierto a las nuevas formas de contar una historia mediante el lenguaje audiovisual. 

Esta película francesa es audaz, innovadora y provocadora por su exuberancia formal, originalidad y creatividad a todo nivel. Trabaja a profundidad en el ámbito de las emociones, mediante un relato con giros dramáticos desarrollados en contextos insólitos (aunque reales); así como un tratamiento musical muy original, que combina música y palabra en una fascinante secuencia conversacional y con un enfoque “operístico” (o sea, estilizado). Altamente recomendable.


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