Nosferatu (2024) es de esas figuras arquetípicas que dominan el inconsciente colectivo de la audiencia del horror. ¿Qué otra imagen resume mejor la ansiedad existencial de la posguerra que la figura del encorvado Conde Orlok succionando la sangre de sus víctimas? Tiene sentido que el cineasta estadounidense Robert Eggers quiera traer a Nosferatu de vuelta. Una película así calza a la perfección en el auge del horror psicológico y el terror corporal, cortesía de cineastas como el propio Eggers: esta es, finalmente, la historia de la encarnación del mal y el deseo, la consagración de lo perverso a partir del encanto gótico. Nosferatu es una película extraña, de riesgos y desbordes, de un estado de histeria permanente y disposición a la locura, aún con la represión y el recato como máxima entre los personajes.
Esta versión de Nosferatu -la tercera, luego de la versión original de F. W. Murnau (1922) y la maravillosa interpretación de Werner Herzog (1979)- es bastante más ambiciosa en lo visual y mucho más limitada en sus alcances narrativos. El film de Eggers evita la caracterización extensa de sus personajes y no parece interesada en las dualidades del hombre monstruo o el amante vampiro. Para nada. Esta versión va de frente a los orígenes de la perversión y sus efectos. En la primera escena, una joven que batalla con sus pasiones, Ellen (una Lily-Rose Depp a la que le queda muy bien la locura gótica), hace una suerte de forzoso pacto con un vampiro, el Conde Orlok, que le acechará de por vida. Años después, y casada con Thomas Hutter (Nicholas Hoult), Ellen se ve forzada a aceptar la condena de Nosferatu. Thomas, un ambicioso agente de bienes raíces, decide visitar al Conde Orlok para venderle una propiedad en su pueblo, a pesar de que ni él ni Ellen están conscientes de sus raíces vampirescas. Ellen empieza a tener pesadillas de muerte, pero Thomas decide viajar y dejarla sola. Ni bien Thomas llega al castillo, Orlok revela el horror: es una criatura violenta, sedienta de sangre, dispuesta a poseer a sus víctimas, saciarse con Thomas y recuperar a Ellen.
Nosferatu es una historia sobre represión sexual. Es claro que, dentro del subtexto político en la filmografía de Robert Eggers –The Witch (2015) como ejemplo-, el deseo femenino y su imposición/restricción es el principal motivo de conflicto y el trasfondo del horror. En Nosferatu, el sistema biomédico persigue y reprime a Ellen y su deseo. El doctor que la atiende decide drogarla con éter para aplacar sus quejas. Para “curarla” de sus visiones nocturnas, se sugiere apretarle con fuerza el corsé, cortarle la circulación y dejar que se agote sola. Su marido y sus amigos la miran con condescendencia y hasta cierto desdén, convencidos de su debilidad dada su “melancolía”. Ellen ve su cuerpo controlado, clasificado, diagnosticado, apretado y condenado por otros. Siguiendo la tendencia de filmes con subtexto de horror y thriller en 2024 (The Substance, Nightbitch y hasta Babygirl así lo demuestran) Nosferatu martiriza y sacrifica a su protagonista, y la somete al horror corporal (el de la posesión) como acto rebelde y redentor.
La cruel ironía de Nosferatu es que, como alternativa, a Elle solo le queda entregarse a las garras del vampiro. En la película, la imagen del espectro gótico del Nosferatu tradicional (un hombre encorvado, flaco, salido de una pesadilla victoriana) es reemplazado por una figura híper masculina, salido de una película porno europea, con la voz muy grave y gutural, el cuerpo musculoso y el bigote tupido: una especie de Andrew Tate de pesadilla, encarnado en la brutal transformación de Bill Skarsgård. Al final, la búsqueda de deseo y liberación funciona muy bien en el gótico (un género acostumbrado a exigir la libertad individual y confrontar la rigidez del sistema), aun cuando Ellen no parezca tener escapatoria. Sea cual sea su decisión, (reprimir su deseo o entregarse a él), ella sufrirá escalofriantes consecuencias y sin esperanza.
Bajo este subtexto gótico, el film también exhibe nuestras ansiedades colectivas en torno a la pandemia y la enfermedad, una película que tiene sentido el mundo post covid, bastante adecuado frente al auge de la xenofobia biológica: ¿cuántas veces hemos oído que los migrantes, sobre todo las pobres, “traen enfermedades”? Orlok se asocia con los marginados en las zonas rurales, escondiéndose en las montañas tomadas por población gitana y nómade. Al buscar de vuelta a Ellen, Orlok lleva consigo la peste en un barco cargado de ratas. La ansiedad colectiva toma por completo al pueblo de Thomas y Ellen: los enfermos invaden y colapsan el hospital, la ciudad está por cerrarse en cuarentena y la crisis se ve ejemplificada en los tantos cuerpos abandonados en las calles. El gótico, con su potencial fantasioso y perverso, tiene la capacidad alegórica para exhibir estas cuestiones. Si Frankenstein ilustra la condición del hombre máquina en la Inglaterra de la revolución industrial, y si los cuerpos de Poe reflejan la crisis identitaria del EE UU alrededor de la guerra civil, así Nosferatu se constituye como una metáfora sobre la alienación sexual y la histeria ante la enfermedad. Si eso consigue este film solo con su puesta en escena, ¿qué hubiese conseguido si estuviese de verdad comprometido con las insinuaciones políticas que sugiere?
Hay una tercera cuestión temática en el film, quizás la más evidente, pero también la que menos se muestra: la creciente tensión de un matrimonio primerizo. Ellen y Tom están genuinamente enamoradas y su amor parece muy valioso, intenso, incluso un poco cruel: Thomas no confía en los deseos de su esposa y Ellen no quiere alejarse de su marido, sin importar lo que suceda. Parece, entonces, que su relación, aunque pura, está permanentemente condenada a los desvaríos de la pasión y los riesgos del deseo. A pesar de que Thomas y Ellen se despiden en el primer acto y no se vuelven a ver hasta poco antes del clímax, su presencia como matrimonio se siente constantemente en el film. Las tensiones del deseo (Thomas parece un tipo muy reprimido, incluso sexualmente) son evidentes y terminan llevando a la intensidad de la tragedia. En un cuento gótico, los amores contrariados cobran relevancia como acto de resistencia a la imposición cartesiana, motivo de la ilustración y los discursos racionalistas, pero no sé si Eggers pensó en todo esto al elaborar su Nosferatu.
De hecho, no es claro si Eggers es consciente de lo que sucede en su película más allá de sus ejercicios de estilo. Da la sensación de que el cineasta estadounidense se ha dedicado a trabajar -y con un impulso artesano meticuloso y obsesivo- en la imagen y la puesta en escena, en la pulsión atmosférica propia del horror gótico: melancolía, desazón, angustia e incertidumbre. Eso no tiene porqué ser excluyente con la labor narrativa y el trabajo conceptual detrás de la película. Todo lo contrario: filmes como Let The Right One In (2008) o Titane (2021), expresiones del body horror, han sabido balancear fondo y forma con efectos memorables. Nosferatu no parece interesada en hacerlo. Este es un film de estados de ánimo, sensaciones y pulsaciones, un film de texturas y detalles. La pregunta aquí, sin embargo, es si este es el mejor film que podría haberse concebido. ¿Acaso Nosferatu debería conformarse con sus cuestiones estilísticas y abandonar la fuerza de la historia? No lo creo. Hay películas cuya historia no exige mayor ilación, cuyas virtudes conceptuales son evidentes por sí solas. Drive (2011), sueño lúcido de serie B y película de acción arthouse, es un buen ejemplo de una obra así. No creo que Nosferatu entre en esta categoría. El potencial narrativo es evidente, y parece haberse perdido en la versión final (y adrede).
Esto no evita que Nosferatu, como experiencia inmersiva y ejercicio visual, sea particularmente estimulante. Eggers desde la cámara, junto a la fotografía de Jarin Blascke, conciben su propia versión de la Europa romántica, un ejercicio complejo de luz y sombra, de simetría y movimiento, de conjugación entre lo misterioso y lo oscuro, lo perverso y lo solemne. Blascke y Eggers explotan todos los tonos de gris y lidian con las posibilidades de lo rígido, centrado y simétrico. El acercamiento de Thomas al castillo de Orlok se filma como un descenso a los infiernos, pero en este caso, los arquetipos se invierten: Thomas literalmente asciende hasta el castillo Orlok, rodeado de ese tono azulino grisáceo de la muerte y la amenaza. En las escenas más oníricas, luz y sombra se distorsionan a tal punto que las imágenes parecen fragmentos de la imaginación y pulsiones sensoriales más que figuras muy bien definidas. Lo mejor de este estilo es que puede reinventarse constantemente: el horror alcanza lo febril en el último acto, y Eggers consigue transmitir esa sensación de vacío con imágenes fantasmagóricas, con cuerpos contorsionados, ángulos innovadores y una creciente sensación de histeria y de angustia, creciente hasta la escena final.
A pesar de todo. Nosferatu, con sus errores y aciertos, con sus excesos y carencias, es un ejemplo excelente -y siempre innovador- de los efectos del gótico y su robusta caracterización en torno al horror. Si más películas fuesen así, y más propuestas atmosféricas llegarían a cines, no creo que ni el mismísimo Orlok estaría molesto con eso.
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