Premios Óscar: «Anora» (2024), el mejor día de nuestras vidas

Anora

Siempre he creído en la estrecha relación entre cine y música. A veces tenemos la mala costumbre —impulsada por críticos y espectadores, y de la que he sido cómplice— de pensar en una película como un producto literario, un texto determinado por las reglas comunes de la narrativa. Quizá debamos concebir una película más como una pieza musical: un acto sensorial y sensitivo, de ritmos y melodías, un conjunto de coreografías, pulsiones y armonías esperando ser conducidas y codificadas por alguien. Habría que indagar más en la neurociencia del cine, pero dudo mucho que una película se procese de igual manera que un texto literario; por el contrario, como una canción, una escena implica tanto la abstracción como el contacto directo, frontal, instintivo. 

No tengo dudas de que Anora es una película muy musical. Es probable que alguien más ya haya escrito algo parecido: cuando una película se vuelve un fenómeno entre críticos y cinéfilos es común que predomine el espiral de elogios, símiles e hipérbole. Me imagino todos los adjetivos que se han usado para referirse a Anora: original, divertidísima, maravillosa, polémica, sexy, desquiciada, caótica, memorable. Cada uno tiene una razón de ser, sin duda. Pero prefiero quedarme con “musical”, que tiene cierto grado de enigma, casi como la película y su protagonista. Anora es una película muy musical porque apela directamente a la emoción sin insistir en el concepto. Casi nunca es literal o diligente en sus pretensiones, no implica sermones ni palabrería. La película funciona como una sucesión de ritmos, de idas y venidas, una historia sin rumbo fijo, de sentimientos intensos, de revelaciones, conflictos y despedidas. Muchas películas te dicen dónde y cómo mirar: cómo una narración en prosa, dicen la cosas de frente, las describen y analizan, y, hasta cierto punto, le dejan muy poco trabajo a la audiencia. Anora pocas veces te dice dónde mirar, y nunca te dice cómo. 

Que Anora sea una película muy musical no debería sorprenderle a nadie. A fin de cuentas, es la historia de una trabajadora sexual y bailarina de striptease, una suerte de cuento de hadas de la clase obrera estadounidense, y los cuentos de hadas, al menos en la gran pantalla, funcionan por la música. Es cuestión de fijarse con detenimiento en la escena de apertura: un plano secuencia, con la cámara teñida de azul y púrpura, y «Greatest Day», una memorable canción electro pop, sonando a todo volumen. Por algo Sean Baker, director, guionista y montador de Anora, insiste en cada entrevista y premiación que su película solo funciona en la gran pantalla. En esta secuencia, un apasionado homenaje al trabajo sexual y un manifiesto sex positive, Baker detalla el quehacer de las bailarinas eróticas, la pasión y detenimiento de su labor, su manejo de los ritmos, los tiempos, y su encanto. Anora se anuncia en la pantalla mientras «Greatest Day» llega su coro, el título del film y el cast en una fuente de rojo neón, salpicada sobre la escena. Son tres minutos, siquiera el preámbulo, y la película despierta una inminente sensación de vitalidad y algarabía, como lo hacen las mejores canciones. 

Debo admitir que, como cinéfilo y melómano empedernido (¿acaso no lo somos todos?) una primera secuencia así, con un excelente manejo de cámara y muy buena música, puede sesgarme para el resto de la película. Menos mal las escenas posteriores, filmadas en «Headquarters», el club nocturno que funge como punto medular en la historia, confirman que la película es cosa seria. Ani, la mujer que vimos bailar al inicio, se acerca a un cliente y otro, sonríe y hace preguntas, se acerca con sigilo y simpatía, como si cada encuentro fuese único para ella. La mirada de Sean Baker es auspiciosa y detallista: un ejercicio de observación de las técnicas corporales y formas de cortejo –un complejo sistema de gestos y miradas– que componen el trabajo de una bailarina erótica y una sexotrabajadora. Recuerdo algún breve experimento etnográfico en las calles de Lima, un par de esquinas tomadas por las trabajadoras sexuales, y la conclusión es la misma: las trabajadoras sexuales adoptan un tipo muy particular de simbología corporal, técnicas y tecnologías, para acercarse a los clientes. Baker las observa con respeto y empatía, evita una mirada demasiado intrusiva y polarizante, deja que ellas mismas guíen su historia. 

Mikey Madison hace lo mismo como Ani. Notemos la forma en que sonríe, la inflexión en sus labios, la agudez en el tono de voz, la conversación amable, la naturalidad en el saludo, el giro en sus ojos. A lo largo de los primeros planos en la película, Madison hace gestos que jamás había visto antes en un film, y que ilustran con realismo las distintas versiones de la política del deseo en mujeres como ella. Sean Baker podría haber hecho un mediometraje de treinta minutos tan solo siguiendo a Ani por el club nocturno y uno ya estaría satisfecho. Pero el Baker en la dirección se retroalimenta con el Baker guionista: Anora es una película de constantes giros, trucos y desviaciones. El primero, justo al inicio, es el más importante. “Un chico está buscando a alguien que hable ruso”, le dice el dueño del club a Ani. “Es de los que gastan”. Aunque está en su hora libre, Ani se hace cargo. Es poco lo que Baker nos dice sobre el personaje en este punto, pero, como sucederá a lo largo del film, las presunciones son infinitas. Ani habla ruso con fluidez, pero prefiere no hacerlo. Es Ani y no Anora, y hace lo posible por disimular su ascendencia rusa, escondida por el fuerte acento neoyorquino. “¿Por qué sabes ruso?”, le pregunta Vanya, el chico de 21 años dispuesto a pagar cientos de dólares por su compañía, dado que ha quedado instantáneamente prendido de ella. “Mi abuela jamás aprendió inglés”, le dice Ani, una oración con numerosas implicaciones emocionales y políticas que Baker deja a la audiencia.  

Vanya y Ani se gustan mutuamente. El chico, dulce, divertido y muy guapo, no deja de conversar con Ani, y ella le sigue la corriente. Cuando van a uno de los cuartos para un baile privado, Ani se quita las bragas y se sienta sobre Vanya. “Tenemos prohibido hacer esto, pero tú me gustas”, le dice Ani, en otra muestra de la política sexual de los cuerpos y su relevancia para entablar y fijar relaciones. Hasta este punto, Anora es una historia de amor. Vanya quiere volver a ver a Ani y ella está de acuerdo. Una larga secuencia en casa de Vanya, una mansión en el barrio ruso de Nueva York, sirve para consolidar el romance. Baker filma la secuencia mediante tomas muy amplias, sin música, confiando en la naturalidad de los diálogos y la evidente tensión entre Ani y Vanya. Entre esta secuencia y la del club nocturno hay un par de escenas muy relevantes: Ani dormida en el metro y luego en su pequeño apartamento rentado, una de las pocas veces que la veremos sin maquillaje ni vestido, una forma de realzar su origen de clase obrera, punto crucial para la segunda mitad del film. Tiene sentido, entonces, que Ani quede maravillada por la opulencia de Vanya, hijo de un oligarca ruso tan importante que, al preguntarle por su trabajo, la respuesta del joven es simplemente pedirle que lo busque en Google. 

La película sigue este mismo rumbo por los siguientes cuarenta minutos. Ani sigue trabajando como escort para Vanya, pero el carácter transaccional de su relación se va difuminando con cada encuentro. Vanya, acostumbrado a comprar todo lo que quiere, le ofrece contratarla como su novia por una semana por diez mil dólares. “Quince mil y por adelantado”, le dice Ani, quien luego revela que lo hubiese hecho por diez. “Yo no hubiese bajado de treinta”, dice Vanya sonriendo, y así florece el romance. Baker está acostumbrado a los montajes rápidos y en Anora los usa constantemente en su primera parte: numerosas escenas que siguen a Ani y Vanya por los rincones más interesantes del Nueva York ruso, los clubes nocturnos, los bares, las habitaciones de hotel. Vanya y sus amigos se van de reventón a Las Vegas y Ani va con ellos. En su suite privada, y en una escena de pocos cortes, con la cámara danzando suavemente sobre los personajes, Ani le confiesa a Vanya que va a extrañarlo cuando este regrese a Rusia y él le dice, entre risas, que quiere casarse y obtener la ciudadanía estadounidense. Como a lo largo de la esta primera parte, Baker juega con la ambivalencia propia del cortejo sexual y las relaciones de pago. No sabemos cuando los personajes dicen del todo la verdad y cuando exageran. Entre bromas, Vanya confiesa, en primer plano, que está hablando en serio. Quiere casarse con ella. Ani se levanta y señala su dedo. “Tres quilates”, insiste ella, indicando el futuro anillo. “¿Qué tal cuatro, o cinco o seis”?, dice Vanya y sabemos en ese momento que su matrimonio va en serio. 

Vuelve a sonar «Greatest Day» a todo volumen, Ani y Vanya se casan en una pequeña capilla en Las Vegas, y la cámara recurre a auspiciosos ángulos picados y contrapicados mientras los dos celebran en medio de las calles de la ciudad. Luz y color. Estos primeros cuarenta minutos, más allá de las referencias a la política sexual y el comercio entre cuerpos, son, a fin de cuentas, pura emoción y energía. La pasión en la pantalla es evidente. Como cuando uno escucha una muy buena canción en vivo, el corazón palpita con fuerza frente a lo que Baker y su director de fotografía, Drew Daniels, conciben como un Las Vegas de la infinita celebración y la cúspide del hedonismo, una ciudad que, como Ani y Vanya, nunca parece quedarse quieta del todo. Por un momento nos olvidamos del carácter transaccional de su relación, las barreras de clase, creemos ingenuamente en su amor. 

Aquí la tensión es clave. Sean Baker es un director de márgenes y provocaciones. Su cine está preocupado por el EE UU de las grietas y rajaduras en el sistema de clases, el EE UU de los empleados por horas, las minorías rebeldes, la clase trabajadora sumida en la crisis del sueño americano. Tangerine (2015), film con el que saltó a la fama, es la historia de una sexotrabajadora trans que da vueltas por Los Ángeles durante navidad buscando a su ex embustero. Grabada con un iPhone y con numerosos planos secuencia, Tangerine, escandalosa y memorable, insiste en la inminente fractura entre deseo y realidad, reflejada en otro cuento de hadas roto por desafortunadas circunstancias que la protagonista no puede controlar. Esa misma magia decadente se evidencia con mayor detalle en The Florida Project (2017), en la que trabajadores malpagados y azotados por la deuda viven en un proyecto de vivienda de mala calidad, «Magic Kingdom», como el megaparque de diversiones del ratón Mickey que se ubica a pocos kilómetros de distancia, aún siendo mundos opuestos. Los niños protagonistas quieren mantener el sueño Disney vivo a pesar de las duras circunstancias en las que viven. ¿No es acaso el mismo cometido que mantiene Mikey, el exactor porno que vuelve a su pueblo natal en Red Rocket (2021)? 

Así como estos personajes, Ani también quiere su final feliz, mediado por lo que la cultura popular estadounidense ha impuesto como deseo y aspiración. “Quiero que nuestra luna de miel sea en Magic Kingdom”, insiste Ani mientras sale de «Headquarters» luego de haber renunciado a su trabajo. Ani cree con firmeza en lo que Brigitte Vasallo llamó inteligentemente «Amor Disney», ese amor para siempre, a primera vista, monógamo, salvador e idílico. Para Ani, casarse con Vanya implica, entre otras cosas, acceder a la vida de glamour de los súper ricos, la fiesta permanente y un futuro inspirador. Ani, como escort y bailarina de striptease, está en ese rubro de trabajos que se encuentran en la frontera de la oligarquía: trabajos que implican coquetear con la riqueza y la opulencia, que permiten el acceso a los lugares más exclusivos y, por unos días, a un estilo de vida escapista y sin riesgos. Ani puede recibir quinientos dólares de propinas o dormir en habitaciones de tres mil dólares la noche, pero, unos días después volverá a su pequeño apartamento junto a las vías del tren, sin pensión, con pocos ahorros y sin beneficios sociales. La vida con Vanya implica romper este tenso equilibrio, cruzar la frontera. 

Aquí Anora gira violentamente a la segunda parte, que no se parece en nada a la primera. La familia de Vanya reacciona con escándalo una vez que descubren de la boda de imprevisto de su hijo. Reclusos en la madre patria, los rusos mandan a sus allegados en Nueva York, un par de hermanos armenios cercanos a la familia: Toros, el padrino de Vanya y hombre de muy mal temperamento, y Garnik, tipo encantador con las mujeres, pero muy torpe como matón. El dúo llega a la casa de Vanya junto a Igor, un matón ruso que conduce el auto de su abuela y que tiene prohibido usar la fuerza contra la pareja. Baker aquí recurre al disparate común de la screwball comedy, ese género de comedia de errores muy físico y astuto, de situaciones imprevistas y personajes alocados. Ni Ani ni la audiencia saben bien qué diablos está pasando. La familia de Vanya no es de la mafia rusa ni nada parecido: solo son unos súper ricos acostumbrados a obtener lo que quieren y no dejar que los pobres se salgan con la suya. Por supuesto, esto pone a Toros y compañía en aprietos. Como otros tantos trabajadores tercerizados, ellos se vuelven los chivos expiatorios si algo sale mal. Otra imprevista vuelta de tuerca lleva a los tres matones improvisados y aliarse con Ani para encontrar a Vanya, lo que desata una búsqueda apresurada por distintos rincones del barrio ruso en Nueva York. 

Es en este punto que las pretensiones de clase del film se hacen mucho más evidentes. Ani ve cómo el sueño Disney que ha perseguido las últimas semanas está a punto de desvanecerse y, finalmente, depende de la buena voluntad de Vanya, mucho más rebelde e irresponsable de lo que nos parecía al inicio. Esta vez, su estatus en el mundo, su estabilidad y resistencia, depende, en buena medida, de lo que decida el cliente. Irónicamente, Ani tiene mucho más en común con sus tres pseudo captores que con su esposo. Cada quien se enfrenta a una ruptura de su fijo y limitado rol en la frontera de la alta sociedad. Ani tiene que colaborar para que su matrimonio sea anulado y a la vez busca convencer a Vanya de que vale la pena rechazar su vida acomodada para quedarse con ella, aún con el estigma misógino de ser trabajadora sexual. Toros y Gopnik tienen que jugar al matón sin saber muy bien cómo se hace, disculpándose constantemente con Ani mientras la retienen contra su voluntad. Al igual que Ani, la relación entre los armenios y la familia de Vanya está mediada por un vínculo transaccional que se difumina con las relaciones afectivas y de parentesco. Ani es esposa y escort de Vanya así como Toros es su padrino y empleado, quien a su vez emplea a su hermano como secuaz. 

Anora

La película cobra cierto sentido caótico en este punto: escenas que se alargan demasiado, una cámara que salta de un lugar a otro, un montaje rápido y disruptivo, humor rancio y mucho griterío. La primera vez que vi Anora no pude llegar a reírme de lo que pasaba en la pantalla, a pesar de que el resto de sala sí que podía. Estaba demasiado tenso, quizás todavía en sorpresa, aferrándome tontamente a la idea de que el sueño de Ani se cumpla. Es parte del truco de los primeros cuarenta minutos, destinados a engañarnos con su inagotable energía y la presunción de un final feliz. La segunda vez, y con una sala de cine repleta, a sabiendas de todos los trucos del film, pude disfrutar sin cuidado del juego de revelaciones que Baker y Madison plantean en la pantalla, y pude notar la pertinencia de su humor. Todo este segundo acto es ridículo porque ninguno de los personajes puede prever lo que sucederá después y ninguno tiene control sobre lo que sucede. Todos tienen algo mejor que hacer que pasarse la tarde buscando a un pequeño oligarca malcriado, pero tienen que hacerlo de todos modos. 

En esta segunda parte prima la atención al detalle. Es muy interesante la forma en que Baker revela las intenciones y rasgos de sus personajes. Casi nunca lo hace de frente, sino que recurre a pequeñas revelaciones, diálogos sutiles, una conversación que podría pasar desapercibida. Toros, ortodoxo devoto, se enfrenta a la crisis como padrino de Vanya: “a mí también me traicionó”. le dice a Ani. La presión por resolver la crisis del matrimonio lo lleva a abandonar el bautizo que dirige, pelearse con su hermano y sentirse un fracaso como padrino: la crisis de labor es una crisis familiar. Garnik, de corazón noble, parece muy enfermo, quizá moribundo, y hace lo posible por mantenerse sobrio luego de una dura batalla contra el alcoholismo. Igor, el buscapleitos que se gana nuestro corazón, parece la contraparte ideal de Ani: orgulloso de su origen ruso y receloso de su vida neoyorquina, un nieto devoto que intenta ser mejor tipo que lo que su probable entrenamiento militar le deja ser. Baker pega la cámara a sus personajes, los hace sentir incómodos, pero a la vez, muy reales. El trío y Ani parecen hacer malabares para sostener su frágil vida en la periferia de los más ricos, con la creciente frustración de que, a la larga, nada de lo que pasa en esa noche es en verdad decisión suya. 

El tercer acto hace algo que pocas películas —sobre todo las comedias— están dispuestas a hacer hoy en día: contradice al resto del film. No tiene sentido soltar algún spoiler en este punto (y eso que hay varios). Solo basta decir que Sean Baker decide desmontar la idea del sueño americano, incidir en el lado más trágico de la comedia, insistir en la violencia de las divisiones de clase, pero aún así incluir cierta nota esperanzadora en las últimas secuencias. Este tercer acto se filma sin música, casi como una marcha fúnebre, similar al tercer acto de The Irishman (2019), otro film que monta y desmonta un género bajo el incentivo de demostrar el declive del sueño americano. Mucho se ha escrito sobre la escena final en Anora, y lo mejor y más respetuoso es simplemente guardar silencio. Que cada quien en la audiencia le dé un sentido propio. Solo sé que, para el cierre, pasé de una intensa algarabía en el primer acto a la tensión permanente del segundo, solo para tener el corazón roto en el tercero. No es normal transitar con tanta facilidad de una emoción a otra en solo una película, pero bueno, Anora termina siendo de esas rarezas que vienen de vez en cuando y que no encajan en nuestros supuestos como espectadores. Qué bueno que todavía podamos ver una obra maestra así en la gran pantalla.


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