La vena experimental que J. D. Fernández Molero demostró en su perversa y sobreestimulante Videofilia (y otros síndromes virales) (2015), y que lo consagró como promesa del cine peruano, sigue latente en su tercer largometraje, Punku (2025). Aquí su visión se traslada a la ceja de selva cusqueña para concebir un relato macabro y sobrenatural en el que dos jóvenes vuelven a encapsular la confusión y la vulnerabilidad de una nueva generación de peruanos. Juan Daniel aprovecha los recursos culturales propios de un contexto selvático urbano, otorgándoles cualidades fantásticas compatibles con un tratamiento perverso y delirante. Es una aventura imprescindible de alto calibre creativo a la que solo se le puede reprochar una duración desmedida y cierta negligencia narrativa respecto a su protagonista femenina.
Punku sigue el rastro de Iván (Marcelo Quino), un adolescente con un ojo derecho dañado que yace inconsciente a orillas de un río y que es rescatado por Meshia (Maritza Kategari), una joven machiguenga. Tras ser trasladado y operado en un hospital de Quillabamba, Iván despierta pero sus sentidos permanecen bloqueados, sugiriendo el efecto de una maldición. Cuando un tío suyo lo recoge del hospital, este le ofrece a Meshia un puesto de camarera en su restaurante. Meshia obtiene así una excusa para permanecer fuera de su comunidad nativa y fantasear con una carrera de modelo al participar en un certamen de belleza local. Se puede decir que ambos jóvenes atraviesan procesos críticos de sus vidas en medio de un ambiente de hostilidad e incertidumbre que se manifiesta tanto a nivel terrenal como espiritual.
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Al igual que su predecesora, Punku destaca por un lenguaje cinematográfico ecléctico a base de distorsiones, superposiciones, intercambios de relación de aspecto y de formato cromático, y secuencias de montaje que combinan una o más de las anteriores. Mientras que los “glitches” o fallas de imagen de Videofilia hacían alusión al formato digital de webcams y computadoras que en la trama propagaban sexo y teorías conspirativas, aquí los (d)efectos de imagen generan segmentos que emulan una cinta desgastada en blanco y negro que otorga un aspecto fantasmal al entorno selvático y que refuerza el terror ligado a la aparente posesión diabólica de Iván. El resto de la película exhibe otro tipo de efectos visuales como el del contorno de luces rojas de una mototaxi en la noche o el de la ralentización del movimiento rápido de personas a lo Wong Kar-wai. Además de este ambicioso lienzo cinematográfico, Punku también exhibe notables técnicas de maquillaje y efectos especiales para sus elementos más grotescos como el del ojo herido de Iván. Como si no fuera suficiente, Fernández Molero se da el lujo de incorporar segmentos de animación stop motion para concebir criaturas magníficas y espeluznantes.
Respecto al plano narrativo, Punku se comporta más como un thriller de misterio pausado que paradójicamente mantiene el interés con sus interrupciones de terror abstracto. Al inicio las historias de Iván y Meisha parecen inconexas, sobre todo porque la segunda no está ligada con lo sobrenatural, pero pronto es comprensible que el futuro de ambos jóvenes está amenazado en un país de demonios místicos pero también terrenales. Mientras que Iván manifiesta malestares físicos propios de una posesión, Meshia se expone a las exigencias machistas de un certamen de belleza desencantador y a las miradas de potenciales abusadores. Marcelo Quino y Maritza Kategari logran transmitir la mezcla de apatía y angustia que sus personajes experimentan por sus respectivas situaciones. La historia Meshia pudo ser menos disonante si hubiera incluido una exploración más profunda sobre los potenciales peligros de la ciudad para una joven indígena. En ese sentido su condición de machiguenga también pudo tener una mejor representación. Las interrupciones abstractas en general pudieron reducirse para no agotarlas como recurso fílmico y para evitar que la película se explaye innecesariamente.
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