Premios Óscar: «Cónclave» (2024), la política de la fe

conclave 2024

Sospecho que muchos católicos siguen su camino en la fe sin reparar en el Concilio Vaticano II. A fin de cuentas, luego de 60 años desde su aprobación y con un par de papados reformistas sucediéndolo, es fácil olvidar los tiempos en los que la misa se daba en latín, la cercanía con los feligreses era mucho más limitada y el diálogo con otras iglesias apenas era posible. Claro que el espíritu de la Iglesia pre Concilio está presente a lo largo de Cónclave, el thriller eclesiástico que firma el alemán Edward Berger. El principal antagonista es un cardenal ultraconservador, enemigo del Concilio y favorito entre los reaccionarios católicos, uno de los principales candidatos al papado durante los días de elección en los que sucede la película. En contraste, el protagonista del film es un cardenal criado bajo los designios del Concilio: un liberal comprometido con la reforma dentro de la Iglesia, que da homilías celebrando la diversidad de los feligreses y la máxima moral de la tolerancia religiosa, un hombre atormentado por la duda pero que, a su vez, celebra su falta de certeza como parte de un mandato divino. 

Tampoco es que Cónclave dedique mucho tiempo a explorar las tensiones irremediables entre facciones de la Iglesia católica. La disputa entre candidatos al papado ofrece una mirada acertada, pero superficial, sobre las guerras culturales dentro de la Iglesia y las pugnas por el poder que agrietan la unidad en Roma. Cónclave hace poco por ser un film político, en lugar de un film sobre política. Lo primero implicaría el matiz y la alegoría en torno a las disputas dentro de la Iglesia; lo segundo implica, más bien, la ágil narración de los juegos de poder, alianza, traición y estrategia entre candidatos, sus seguidores y sus enemigos. Desde el inicio, el film de Edward Berger, adaptado del bestseller de Robert Harris, hace todo lo posible por ser un film del segundo tipo. La música de Volker Bertelmann recurre a inquietantes tonos de violín. La fotografía de Stéphanie Fontaine constantemente fija el contraste entre luces y sombras. El guion de Peter Straughan no toma ningún desvío, ninguna escena sobrante o de exposición, y prioriza la tensión y las vueltas de tuerca por encima de la complejidad dramática. 

Cónclave es el tipo de película que uno quiere ver en la sala de cine. Es un film bastante traslúcido sobre sus pretensiones de entretenimiento, y cualquier espectador atento puede notar los constantes trucos a los que echa mano para lograr su cometido. Los giros de guion y las sorpresivas revelaciones sobre los personajes. La presencia de un personaje secundario que va creciendo en la narrativa hasta volverse el sorpresivo protagonista. Un personaje principal sometido a una crisis personal cuyo mundo se derrumba mientras él está encargado de mantener el control de su institución. Escenas de confrontación con cierto humor ácido. Conversaciones en los pasillos, casi en susurros, promesas, negociaciones y alianzas. Como thriller político, Cónclave es impecable: cada escena en su lugar, cada detalle bien cuidado, una historia pulcra, ejecutada con solemnidad y suspense, y un elenco que encaja a la perfección con sus personajes. Pero como cinta política, como acto de provocación, Cónclave se parece más a las palabras de un cardenal moderado que a los apasionados alegatos de uno progresista: casi nunca dice o hace nada nuevo, y parece siempre jugar a la segura. 

Podríamos ver a Cónclave como el retorno a la narrativa del Hollywood clásico, un film preocupado tanto por la precisión de la puesta en escena como por la complejidad dramática y las tensiones entre los personajes. Como eje central está la tribulación del cardenal Lawrence, el decano de la Santa Sede y un allegado personal al fallecido papa, también de la facción progresista de la Iglesia. Con la muerte del papa, la Santa Sede está vacante, y Lawrence es el encargado de llevar a cabo el cónclave. Como un misterio de Agatha Christie, la película pone sobre el tablero de ajedrez a los cuatro favoritos al papado: el cardenal Tedesco, reaccionario y ultraconservador, dispuesto a revertir las reformas iniciadas por el Concilio; el cardenal Tremblay, un conservador clásico con evidentes ambiciones de asumir el trono del Vaticano; el cardenal Adeyemi, políticamente progresista y socialmente conservador; y el cardenal Bellini, liberal y allegado al papado saliente. Ninguno de estos personajes escapa de su rol y arquetipo, pero el film les da suficiente matiz para que parezcan personas de verdad y no simples dispositivos de la trama. La creciente presión sobre Lawrence aumenta mientras se revelan una a una las controversias sobre los candidatos, el fallecido pontífice y otros miembros de la curia. Como disparador del misterio está la inesperada presencia del cardenal Benítez, sacerdote mexicano que lidera la arquidiócesis de Kabul, de valores de izquierda y antiguo protegido del anterior papa. 

Si de algo sirve este extenso resumen de la trama (que ni siquiera toma en cuenta los constantes plot twists que se acumulan para la segunda mitad) es para reconocer que, ante todo, Cónclave es una experiencia muy estimulante en cuanto la narrativa. Como espectadores, constantemente aceptamos el acuerdo no escrito de suspender nuestro juicio ante una película de ficción, entregamos nuestra atención y disposición emocional a cambio de una historia original, de narrativa astuta y que, en casos como este, se preocupe por explotar cada uno de sus trucos con suficiente maestría. Cónclave cumple con este propósito. Para que los twists funcionen tan bien, es importante que la audiencia se preocupe por el destino de los personajes y sea consciente del peso de las revelaciones. Aunque algunos de los giros sean particularmente difíciles de creer (por algo la película está adaptada de un page turner súper ventas, la clásica historia disparatada que uno compra en la estantería del supermercado sin expectativas realistas), el espectador decide seguir confiando en la historia, y por buenas razones. 

Es de mucha ayuda que Ralph Fiennes resulte así de convincente como el cardenal Lawrence. Fiennes tiene la voz y postura de un caballero melancólico, un rey en decadencia, un personaje solemne y abatido por partes iguales. La cámara de Berger, sin importarle las sutilezas, se va acercando lentamente hacia su rostro en numerosas ocasiones, y Fiennes maneja con esmero la presión de esos primeros planos. Ver su interpretación de Lawrence me recordó a la brillante actuación de John Malkovich como el cardenal John Brannox en The New Pope (2020) de Paolo Sorrentino, otro personaje ceremonioso y atormentado por los efectos de la duda. Pero mientras que Malkovich encarna a Brannox desde el intenso devenir del melodrama, Fiennes aquí es mucho más recatado y restrictivo, un personaje que, aunque traslúcido y vulnerable, jamás llega a ser conocido del todo por la audiencia. Lo mejor de Cónclave está en las escenas solitarias de Fiennes, así como en la reveladora interpretación de Isabella Rossellini como la hermana Agnes, un personaje de presencia fantasmagórica y pulso firme que le llevó a una muy merecida nominación en los Premios Óscar. 

Cónclave es lo que es por sus actores, dado que el conflicto emocional de sus personajes nunca abandona del todo sus lugares comunes. Es cierto que el film dedica cierto tiempo a delinear las principales disyuntivas dentro de la Iglesia católica (las pugnas entre liberales y conservadores, los efectos de los escándalos sexuales, el rol de la mujer en Iglesia, la relación entre el catolicismo y el islam), pero no parece decirnos nada nuevo. Hay un intento de matiz con la presencia del cardenal Benítez y su creciente relevancia para la trama, incluyendo un par de giros finales que, con total honestidad, jamás vi venir. No sé qué tanto funcionan estos giros como una suerte de alegato político o alegoría contemporánea (quizás un pedido por una Iglesia más inclusiva y militante, cercana a los intereses del sur global), pero, una vez más, esta no es la historia de un creyente y su crisis de fe, sino un testimonio (filmado casi en tiempo real) de las uniones, fracturas y maquinaciones de la institución política más influyente en Occidente. Puede que nadie en la audiencia aprenda nada nuevo (más allá de alguna anécdota sobre los procedimientos realizados tras la muerte del pontífice), y que muchos no hablen de Cónclave horas después de haberla visto, pero, durante esas dos horas en el cine (que se pasan volando), la película nos controla por completo. No es como que podamos quejarnos.


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