Premios Óscar: «Aún estoy aquí» (2024), la memoria infinita de una familia


Cualquiera que atienda a una función de Aún estoy aquí (Ainda Estou Aqui, 2024)debería prestar especial atención a su prólogo y a su epílogo. Ambas secuencias se distancian significativamente del resto de la película: están filmados en otros formatos y soportes, evocan emociones muy distintas, y, sin dudas, podrían calzar muy bien en otras películas, muy distantes de esta. El prólogo y el epílogo toman una historia devastadora y memorable y la tornan un necesario alegato en defensa de la memoria política y su componente afectivo. La tesis central del film del brasileño Walter Salles es que recordar, como máxima moral en el posconflicto y como antídoto indispensable ante la violencia, es, finalmente, una labor emocional, un acto de cuidado, un ejercicio vulnerable, desestabilizador, impredecible. Si la violencia funciona como un acto instantáneo, presentista, efímero y de corto plazo, el acto de memoria funge como una labor permanente, con miras al futuro, resistente y de largo plazo. Aún estoy aquí, bajo el comando de Salles y de Fernanda Torres como protagonista, consigue ese mismo efecto: es un film de pausas y silencios, de rutina y resistencia, de drama cotidiano frente al conflicto político. Es el tipo de historias que cobran relevancia cuando, al narrar la violencia estatal de hace cincuenta años, nos demuestra, y con desgarradora precisión, lo poco que las cosas han cambiado. 

Pero primero volvamos al prólogo. En la primera escena de Aún estoy aquí la protagonista, Eunice Paiva, nada apaciblemente en una playa de Río de Janeiro mientras un helicóptero de la armada sobrevuela la bahía. Esta escena da pie a una serie de secuencias entrañables que narran el día a día de la familia de Eunice. Marcelo, el hijo menor, rescata a un perro abandonado y convence a su padre, Rubens, un diputado en retiro, de adoptarlo. La cámara sigue a los personajes como si fuera un chico más, y se entromete en la casa de los Paiva con naturalidad. La hija mayor de la familia, activista de izquierdas, es llevada a Londres por protección y envía una emotiva carta que la familia lee en conjunto. Una fiesta de despedida, risas, botellas de vino y vinilos de Gilberto Gil y Caetano Veloso: la casa de Rubens y Eunice está siempre abierta, siempre sonora, llena de música. Salles filma estas escenas con cierta vocación artesana, registra las escenas en film y no en digital, dota las secuencias de un cierto tono anticuado, como el que veríamos en una vieja película familiar. Son postales de álbum de fotos y recortes que ponemos en la pared. El prólogo evoca una cierta sensación de melancolía, tanto amable como inquietante, como esos momentos de nuestra vida que recordamos con cariño, pero a los que nunca quisiéramos volver. 

El idilio de estos primeros minutos contrasta con la evidente presencia de la dictadura. La tesis de Salles y del film en su conjunto es que la dictadura se entromete por partes iguales en la vida pública y privada de los individuos, se pega a las emociones y vínculos afectivos, hace y deshace relaciones, determina las formas de vida de los protagonistas. Estas escenas me recuerdan a Cría cuervos (1975) de Saura, film que indaga las grietas del franquismo a partir de la mirada íntima a una niña atrapada en el enorme mundo de su casa. La dictadura está en todas partes: es el sonido del helicóptero junto a la playa, el pelotón de soldados que toma la calle los domingos, los desaparecidos y secuestrados que se anuncian en la radio, los requisitorios policiales sin avisar, la presencia de soldados vestidos de civiles e infiltrados en la multitud. Rubens Paiva, a pesar de su retiro, todavía colabora con la oposición del régimen bajo la complacencia de Eunice, que no puede reprochárselo a su marido. ¿De qué otra forma vivir en un régimen que te quita todos los modos de vida?

Estas escenas consiguen que el giro del film -la anticipada desaparición de Rubens- sea incluso más impactante. La presencia de los soldados vestidos de civil en casa de Eunice nos sugiere lo que está a punto de suceder, y las secuencias se narran con total naturalidad, como cualquier otra escena, en un estilo de inquietante realismo que el film comparte con otras escenas de redadas en filmes como Adiós, muchachos (1987) o Vera Drake (2004). La diferencia es que, en este film, Salles no aumenta la sensación de alarma como Louis Malle y Mike Leigh hicieron en los suyos. En este film la tensión, el drama, las risas, los afectos y todo lo del medio se entrelazan, y no se distancian por el efecto dramático de una escena. En ese sentido, lo que filma Salles se parece mucho al mundo real, y a las formas complejas y contradictorias en que las personas lidian con la tragedia personal y la tragedia política. 

Esto mismo sucede cuando Salles decide filmar los abusos a los derechos humanos. Una vez que Rubens desaparece, Eunice y su familia están en la mira: ella y su hija menor, capucha sobre el rostro, son llevadas por la policía a ser interrogadas en una locación desconocida. Salles y su equipo claramente tienen una vinculación muy personal con el drama político de Brasil, que no es sino un drama muy personal y corrosivo, y puede que por eso hayan decidido filmar con tanta mesura y respeto. No existe nada grotesco en Aún estoy aquí, nada de actos violentos e indignos representados en la pantalla. Todo lo contrario. Las escenas en el centro de detención funcionan más bien como un ejercicio de ambientación, incluso como una suerte de pesadilla inmersiva. Podemos percibir el mal olor de las celdas, la falta de luz, los gritos de los torturados, la desesperación de seguir encerrado sin poder contar los días, la inquietud creciente cada vez que se ingresa a una sala de interrogación. El efecto es igual de potente, sobre todo porque Fernanda Torres nunca abandona la esencia del personaje que ha creado: esta es la forma en que Eunice se enfrentaría a la violencia, aún si no es tan intensa emocionalmente. Estas escenas, además, tienen una relevancia política notable, sobre todo considerando el poder del discurso negacionista en Brasil impulsado por Bolsonaro. 

El regreso de Eunice, siguiendo la lógica del film, evita el sentimentalismo. Un film más convencional tendría alguna secuencia melodramática de una madre que llora abrazando a todos sus hijos mientras la música suena fuerte y se aproxima el esperado close-up de la familia. Nada de eso aquí. Salles y su equipo intercambian la intensidad emocional por la atención al detalle. Eunice llega a casa, llega en silencio, procura no despertar a sus hijos, los mira dormir plácidamente y toma una ducha muy larga. Tiene sentido que eso sea lo primero que hagas al salir liberada, sacarte el olor a cárcel, a tortura y desesperación. Cuando una de las hijas de Eunice se acerca a su madre y la abraza, lo primero que hace es ofrecerle algo de comer. Fijémonos en estas acciones. Una madre que no quiere despertar a sus hijos. Una hija que le ofrece comida a su madre. Son los pequeños gestos de cuidado, los actos de labor afectiva, los que sostienen a la familia a pesar de la presencia de la tragedia. 

El film funciona en buena medida por lo que Fernanda Torres hace en la pantalla. Una de las actrices más reputadas de Brasil, candidata al Premio de la Academia, que nunca baja la guardia y nunca cede ante la desesperanza ni la exageración. El rol de Eunice Paiva pudo ser interpretado de muchas maneras, pero la de Torres parece la más precisa: una mujer que, cuando la entrevistan para preguntarse sobre la desaparición de su esposo, sonríe ante la cámara. Una mujer que sigue trabajando en su hogar a pesar del dolor infinito, que lleva a sus hijos por helado la misma tarde que se entera de la muerte de su esposo. Torres interpreta a Paiva con solemnidad, buen gusto, cierto encanto y elegancia, tiene ese tono firme y melancólico que recuerda a Cate Blanchett y otras actrices de su generación. Nunca sube de nota, no grita más de la cuenta, recurre a gestos muy convincentes, silencios razonables, y una pose firme, testimonio de lucha y convicción, aún con suficientes dudas que reflejan, finalmente, el evidente estado de vulnerabilidad en la que se encuentra. 

La interpretación de Torres y el estilo de Salles (muy pausado y sin tensiones) sugieren una nueva forma de filmar el post conflicto. El film se resiste a retratar a los Paiva como víctimas. La película insiste en reconocer su permanencia, la firmeza de la rutina, del cuidado, de los lazos familiares, de la sonrisa, la música y la convicción. Por algo una de las escenas más memorables es justamente en la que Eunice decide sonreír ante la cámara a pesar de la insistencia de los periodistas de que haga lo contrario. “El editor la quiere más triste”, le dice el fotógrafo, pero Eunice no hace caso. “Vamos a sonreír para la foto”, dice Eunice, y todos sus hijos le siguen. En el cierre del film vemos la foto original: Eunice sí salió sonriendo. El efecto de la tragedia no borra la fortaleza del afecto, un punto que el film logra demostrar. 

Esto nos lleva al primero de los saltos temporales del film. Como testimonio el carácter poroso e inefable de la memoria, vemos a los personajes 25 años después, São Paulo, Brasil en democracia, y a la espera de que el Estado por fin reconozca la muerte de Rubens y se adjudique su responsabilidad. Estas escenas se filman con solemnidad y cuidado, con la delicada música de Warren Ellis (de Nick Cave y los Bad Seeds) de fondo. Eunice, 25 años después, mantiene la misma confianza en el proceso y la firmeza dulce, ese contraste de emociones que tan bien le sale a Torres, una vez que recibe el certificado de defunción de Rubens. Es una secuencia muy astuta, en tanto que los efectos de la memoria cobran cierta temporalidad y atemporalidad a la vez: los recuerdos son resignificados, alterados y transformados conforme el pase del tiempo, pero, a la vez, mantienen una esencia muy particular, marcada por partes iguales por la tragedia y la resiliencia. 

Y así el film vuelve a saltar en el tiempo una vez más, ahora a los 2010. Fernanda Torres ya no interpreta a Eunice; lo hace su madre, Fernanda Montenegro, y es muy estimulante apreciar el cuidadoso trabajo de maquillaje y peluquería para que la transición se vea tan natural. Es muy inteligente que Salles haya decidido usar a Montenegro en esta escena. En primer lugar, porque hacer la misma escena con Torres maquillada o usar una actriz no tan parecida a ella hubiese generado cierta innecesaria disonancia. En segundo lugar, porque, al utilizar a Montenegro, y vincular madre e hija, Salles consigue hacer un punto más relevante en el film: la permanencia del dolor y la resistencia en los cuerpos y en las familias, la memoria que se encarna en cada nueva generación, que se transmite por la sangre y se mantiene viva en la narración oral y la propia presencia de los familiares. Eunice, sufriendo de Alzheimer, reacciona naturalmente a la mención de Rubens en un programa de TV. La familia se da cuenta y, en un momento instantáneo e imprevisible, la miran en silencio. 

Aún estoy aquí es exactamente lo que sugiere su título: una película de estar y mantenerse, la relevancia del acto de memoria y la evocación perpetua, la relevancia de permanecer, tanto en recuerdo como sujeto de afecto; resistir en el cariño y el cuidado mutuo. Si las derechas negacionistas irrumpen en la batalla por la memoria con desprecio e ira, el film reacciona con solidaridad y apego, y es el tipo de lección que debemos llevarnos en nuestras propias luchas contra el poder represivo, que siempre palidece frente a actos tan humanos como estos. 


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