Hace unos ocho meses dejé de trabajar en Petroperú, tras laborar allí casi doce años. En algún momento de mis primeros tiempos allí, me tocó recibir a un par de periodistas ingleses muy jóvenes que venían a ofrecer publicidad para una revista internacional. Después de atenderlos, pidieron poder visitar el edificio principal de la empresa, que se encuentra en Lima, el cual es de estilo brutalista. Y, efectivamente, los acompañé a dar un recorrido por distintas partes, en las que los visitantes no dejaban de expresar su admiración.
Cuando se fueron, yo también me quedé interesado en el tema. Algunos años después, hubo un periodo de varios meses en que trabajábamos los sábados y domingos; mientras que en los días laborables teníamos que quedarnos prácticamente todo el día y buena parte de la noche. Entonces, había cierto “tiempo libre”, mientras se sucedían aprobaciones, discusiones y reuniones, en las cuales podía repetir ese periplo.
Me interesó tanto el estilo brutalista del local, que tomé y tengo una colección de fotos del interior del edificio, por el puro gusto de conservar detalles más o menos amplios de su estilo. Posteriormente, se desocuparon algunos pisos y aproveché para añadir nuevas imágenes; e incluso pequeños videítos privados, que conservo como recuerdo.
Y en el colmo de mi obsesión, ocurrió que esas imágenes y recorridos terminaron inspirándome, parcialmente, varios de los poemas de Lejos del día, mi último libro. Quizás mis poemas favoritos. Entonces, se puede entender por qué me interesó tanto El brutalista, la película que paso a comentar.

Una historia épica, cruda y dolorosa
Ahora bien, justo el día antes de verla, tuve la oportunidad de ver otro filme, una coproducción danesa-polaca, llamada La chica de la aguja, una obra expresionista, oscura e intensa, que cuenta una historia terrible, pero basada en un hecho real. Y mientras veía El brutalista, no cabía en mi asombro por las peripecias que le pasaban al protagonista principal, el arquitecto húngaro –para mí, desconocido– László Tóth (Adrien Brody); pensando que este personaje había sido tan real como lo narrado en la cinta danesa.
Pero, luego, me enteré que era un personaje ficticio, aunque basado en arquitectos modernistas y brutalistas reales: Marcel Breuer, Louis Kahn, Paul Rudolph, entre otros (pero, especialmente, en el primero de los nombrados). Entonces, cuando descubrí que no era una historia real, la película me desilusionó un poco (porque en la segunda parte ocurren algunas cosas crudas y muy fuertes) y se me cayó un escaloncito para abajo; aunque sin llegar a extremos, como para borrar mis fotos.
A pesar de eso, El brutalista es realmente una gran película, épica y dolorosa en múltiples sentidos. Es sorprendentemente extensa, dura más de tres horas y tiene incluso un intermedio de quince minutos; pero es llevadera gracias a un despliegue audiovisual espectacular, con actuaciones sólidas y complejas, y una historia envolvente, de quiebre, auge y caída.

El lado oscuro de la migración
Lo primero que me llamó la atención fue cómo recibían los estadounidenses, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, a los migrantes judíos que huían de una Europa destruida por la guerra, acosada por el hambre y el racionamiento, y castigada por la persecución que habían sufrido por los nazis. Esto crea un contraste enorme con lo que se está viviendo hoy día en Estados Unidos respecto a los migrantes y muestra cómo ese país tuvo, durante varias épocas de su historia, una apertura total a la migración; al punto que Estados Unidos es un país de migrantes.
Sin embargo, lo que al comienzo fue una apertura, luego se muestra cómo la sociedad estadounidense de entonces también puede ahogar a los migrantes. Empezando por su primo Attila (Alessandro Nivola), que vive en Filadelfia y lo recibe con su atractiva esposa Audrey (Emma Laird), quienes lo alojan en su mueblería. En este caso, la actitud sutilmente ambivalente de Audrey luego derivará hacia la intriga, con consecuencias emocionales muy fuertes para el protagonista.
Los reciben, pero también lo pueden acosar y discriminar, que es lo que le pasa a él en un primer momento. Luego tiene que trabajar en condiciones sumamente difíciles, prácticamente de subsistencia. Una de las imágenes iniciales, durante la llegada de Tóth a Nueva York, es una toma invertida de la Estatua de la Libertad; lo que simbolizará los padecimientos (inicialmente económicos) e inestabilidad (emocional, casi permanente) que vivirá nuestro protagonista, incluso en sus momentos de mayor éxito, en el país del norte.

El hombre que todo lo compra
El segundo punto que me atrajo de la película es el azar y el esfuerzo para explotarlo. Ocurre que Harrison Lee van Buren (Guy Pearce), un millonario, descubre que este László Tóth, que está trabajando como un obrero de construcción, es un arquitecto reconocido de prestigio mundial o, al menos, de fama europea; pero recién llegado y desconocido en Estados Unidos.
Todo empezó cuando Harry Lee (Joe Alwyn), el hijo de Harrison contrata los servicios de Attila y su equipo para remodelar la biblioteca de su padre y darle una sorpresa. Sin embargo, el magnate –disgustado por el cambio– estalla en cólera y despide a los trabajadores. En esta escena se descubre que se trata de un personaje irascible, violento y racista hasta la médula.
Posteriormente, Harrison descubre que se trata de un arquitecto famoso, estudia el estilo brutalista y vuelve a contactar ya solo a Tóth. Lo interesante no es únicamente que Van Buren descubre un talento, sino que hace el esfuerzo de buscarlo, conocerlo, estudiarlo y luego contratarlo para que edifique un monumental centro comercial, artístico y religioso en New Jersey. Aquí se revela que el millonario tiene sueños de grandeza, para lo cual no escatima recursos, confianza y apoyo durante un tiempo a László para que diseñe y supervise la obra.
Se inicia así –en la segunda parte de la película– un segundo ciclo, en el que el protagonista vuelve a ser “recibido”, esta vez por todo lo alto para luego caer, como en una maniobra de ‘pinzas’, por varias circunstancias y resistencias a su proyecto. Esta nueva etapa se desarrollará en dos tramos (también en forma de ‘pinzas’).
En la primera, el arquitecto logra traer –luego de ingentes esfuerzos y siempre con el apoyo de Harrison– a Erzsébet (Felicity Jones), su esposa periodista y a Zsófia (Raffey Cassidy), su sobrina huérfana, quienes estaban retenidas en campos de refugiados en Europa. Aquí se abre un nivel de conflicto entre la sobrina recién llegada y Harry, el hijo del magnate; nuevamente, las reciben, pero luego, gradualmente, el vástago de Van Buren va acosando a la sobrina.

La pesadilla americana
En el segundo tramo, los conflictos del arquitecto, ya estéticos y arquitectónicos, por las exigencias técnicas inusuales y los elevados recursos económicos correspondientes, terminan por bloquear el avance de la obra debido principalmente a un accidente que paralizará trabajos y recursos.
László y su familia se mudan a Nueva York y, luego de un tiempo, Tóth es recontactado por Harrison para que concluya la obra. Para ello, viajan a Italia en busca del mármol de Carrara requerido para los acabados del monumental complejo arquitectónico. Sin embargo, la relación entre el arquitecto y su jefe ya se ha ido desquebrajando y se produce un hecho profundamente traumático, que marcará el destino de Tóth. Aunque finalmente el complejo arquitectónico se terminará, la ruptura entre ambos será total y catastrófica, también para las dos familias.
A lo largo de toda la película, destacará la personalidad compleja del protagonista. Inicialmente, es un hombre emocionalmente quebrado, sobreviviente del campo de concentración de Buchenwald y separado de su esposa. Profundamente susceptible, romperá con su primo para siempre a causa de las intrigas de Audrey. Se volverá heroinómano mientras labora como obrero y vive en refugios para desocupados, pero donde también afianzará su solidaridad con afroamericanos, tan discriminados como él.

De allí, seguirá su actitud distante y desconfiada –salvo con Harrison– con los ricos que rodean a Van Buren, para volverse desafiante e intransigente en términos profesionales ante los ingenieros y contratistas de la obra. Finalmente, su nunca aclarada definición sexual lo conducirá a la depresión y la catástrofe en Carrara.
Todos estos componentes (y otros relativos a situaciones dramáticas específicas) son caracterizadas de manera sobresaliente por la matizada e inquietante labor de Adrien Brody, quien exhibe convincentemente la fuerza, fragilidad, ansiedad, melancolía, inestabilidad emocional y sufrimiento; correspondientes a los contradictorios temperamentos que le exige este papel.
Por su parte, Guy Pearce también compone eficazmente su papel, mostrando hasta qué grado este millonario era un explotador, depredador, maltratador, por momentos desbocado; pero, al mismo tiempo con ínfulas de grandeza, suficiencia y con respeto inicial al talento de Tóth, hasta revelar su verdadera naturaleza. No solo con sus subordinados sino también con su propio hijo; digno heredero del padre y, al mismo tiempo, su víctima. Su talante recuerda vagamente al del Ciudadano Kane, quizás un poco provinciano y alejado de las ambiciones políticas.
Juntos componen esa ‘pinza’ que atrapará finalmente a Tóth, quien se pelea con sus propios amigos, hundiéndose en una debacle física y emocional, tras la resuelta intervención de Erzsébet; la que arrastrará a las dos familias. Entre ambos se escenificará una visión del lado oscuro del “sueño americano”; mejor dicho, de la pesadilla americana. Solo se “salvará” Zsófia, quien ha viajado, mientras tanto, al naciente Estado de Israel; lo que sutilmente se convierte en una alternativa a unos EE UU violentos, racistas y clasistas.

Un soporte fundamental para los aspectos más turbios de la película es el trabajo de fotografía y ambientación, que tiende a los tonos fríos (azulados y grises), muchas veces con una densa penumbra, que acoge los momentos más difíciles del protagonista; desde su llegada en barco a la isla Ellis hasta sus momentos en que la oscuridad lo cubre totalmente, sobre todo en la segunda parte de la película. A ello contribuye la ambientación fría de la casa familiar de los Van Buren, donde se aloja Tóth y su familia; así como las locaciones del trabajo de construcción, tanto en Nueva Jersey como, antes, en Nueva York.
Durante la película se pueden apreciar los diseños brutalistas, desde sus diseños iniciales, planos y estructuras parciales, hasta buena parte del complejo arquitectónico ideado por Tóth; el que en el fondo fue inspirado por el tipo de construcción que conoció en Buchenwald. Este estilo se caracteriza por mostrar abiertamente los materiales de construcción y, especialmente, los bloques de concreto; mediante diseños funcionales, pero no exentos de simbolismo.
El filme concluye con un breve epílogo, que se desarrolla en los años 80, durante una retrospectiva de la obra de Tóth en Venecia. Esta última parte es un poco débil por su escasa consistencia al estar separada temporalmente de todo lo anterior, pero que no llega a opacar toda la grandeza generada por el despliegue audiovisual de la película. Altamente recomendable.
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