A lo largo de los años, he conocido a muchas mujeres independientes, exitosas y autónomas que, sin embargo, han desarrollado una fuerte dependencia emocional hacia un hombre, incluso cuando este es violento o autoritario. Esto ocurre en todos los estratos sociales: desde mujeres de clase alta hasta aquellas de extracción popular. Son profesionales eficaces, con logros notables en su vida laboral, pero que, en el ámbito personal, terminan sujetas al poder de un marido o amante.
Este tema es precisamente el núcleo de Babygirl. En ella, Nicole Kidman interpreta a Romy, una exitosa CEO de una empresa de robótica. Aparentemente, tiene una vida ideal: una familia con dos hijas —una adolescente y otra menor— y un esposo, Jacob (Antonio Banderas), quien es director de teatro. Sin embargo, desde el inicio de la película, se aprecia que Romy no se siente satisfecha sexualmente con su marido, aunque el asunto reaparecerá mucho más avanzada la trama.

Su vida cambia cuando conoce a Samuel (Harris Dickinson), un joven practicante recién contratado por su empresa, con el que desarrolla una atracción inmediata. Entre ellos surge una relación de dependencia emocional en la que, a pesar de ser la jefa, Romy asume el rol de dominada. Es con este joven que experimenta una plenitud sexual que nunca tuvo en su matrimonio. A su vez, él también disfruta de la dinámica, no desde una perspectiva machista o patriarcal, sino como parte de un juego de poder puramente sexual en el que ambos encajan perfectamente: el dominante y la dominada.
A lo largo de la película, la relación evoluciona con altibajos, dudas y conflictos, sobre todo del lado de Romy. Sin embargo, lo más interesante no es solo el desarrollo de este vínculo, sino cómo se plantea la cuestión del abuso de poder. Desde la primera conversación entre ellos, Romy expresa su preocupación: “No podemos tener algo así porque parecería que estoy abusando de ti”. A lo que él responde: “No, al contrario. Yo tengo el poder porque con una simple llamada podría destruir tu vida”. Sin embargo, nunca lo hace.
Este planteamiento genera una paradoja fascinante: desde una perspectiva legal e institucional, Romy sería la abusadora, ya que ostenta un cargo de autoridad. No obstante, en la realidad, la dinámica de poder es la inversa: ella es quien anhela ser dominada y él disfruta con ejercer el control; de manera consensuada. La película explora esta contradicción entre lo políticamente correcto y lo que sucede en la intimidad de las relaciones humanas.

En paralelo, se introduce otro personaje clave: Esme (Sophie Wild), una joven asistente de Romy en la empresa. Esta chica aspira a ascender y, en un momento, confronta a Romy, revelándole que sabe sobre su relación con el joven. Sin embargo, no la denuncia ni la chantajea abiertamente. Más bien, le dice que la admira por haber llegado tan alto en su carrera y que desea seguir su camino. No obstante, queda en el aire la posibilidad de que esta información podría ser utilizada en su favor si fuera necesario. No puedo adelantar detalles para evitar el spoiler, pero sí se puede decir que –con cierta ambivalencia aparte– todo concluye en el marco de la corrección política.
Aquí se introduce otra reflexión sobre el poder, en un contexto en que se entremezclan relaciones laborales y personales: ¿hasta qué punto la corrección política puede convertirse en una forma de hipocresía social? Dicho de otra forma, en este contraste entre lo legal y lo humano consensuado, ¿qué debe prevalecer? Esto dependerá de cada caso específico, lo importante es que la película no se limita a la crítica, sino que, además, propone una solución a la misma; desenlace que puede gustar o no, pero que resuelve en gran medida la contradicción entre lo que se dice (lo institucional) y lo que se hace (en las relaciones sentimentales y/o sexuales consensuadas), prevaleciendo alguno de estos dos ámbitos.
Este es un segundo y muy importante acierto, especialmente porque esa prevalencia no es total ni absoluta; es decir, no se plantea como una oposición binaria resuelta maniqueamente, sino que el desenlace ocurre principalmente dentro de los parámetros del plano institucional, pero la atracción mutua se mantiene como un factor relativamente subordinado. Ambos planos, sin embargo, hacen parte de una misma y complicada realidad, la que es reproducida con maestría cinematográfica en esta obra.

Mención especial merece Nicole Kidman. A sus 57 años, su rostro se mantiene casi inalterable, aunque sus manos delatan el paso del tiempo. No obstante, logra construir un personaje completamente creíble en todas sus facetas: como ejecutiva, madre y amante. Su actuación en las escenas eróticas, que son intensas, pero no morbosas ni explícitas del todo, demuestran su notable talento y el de Halin Reijn, la directora, quien va más allá de los estereotipos y el lugar común, desafiándolos en gran medida.
En cuanto a Harris Dickinson, es interesante cómo va desarrollando su personaje a partir de los avances y retrocesos de Romy. Mientras ella ya carga con un pasado de deseos insatisfechos (de sumisión), él recién está aplicando y explorando su deseo de dominio, desde la escena inicial con el control que ejerce sobre un perro, hasta los juegos similares, en los que la ejecutiva disfruta –gracias a Samuel– con su papel de mascota sexual.
De esta forma, la relativa inexperiencia del pasante instala un sutil componente de ambigüedad en la relación, que se va superando con sus audaces avances en la intimidad familiar de su jefa; incluyendo un cara a cara con Jacob, el esposo, bien caracterizado por Banderas. Ambigüedad que subsistirá hasta la última escena del filme, en la que podría aplicarse el viejo refrán, según el cual “donde hubo fuego, cenizas quedan”.
En conclusión, Babygirl es una película que pone en jaque las nociones sobre el poder, el deseo y la corrección política. Con un guion inteligente y actuaciones destacadas, plantea preguntas complejas sobre el papel de la mujer en el ámbito profesional y personal, sin ofrecer respuestas fáciles. Una obra que, sin duda, merece ser vista, debatida y disfrutada.
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