Lo que más me fascina de este tipo de películas es que parecen inagotables. En cada nuevo visionado siempre hay algo distinto por descubrir y, aunque se trate de una obra tan revisitada como esta, el interés nunca decae. En este revisionado más reciente, algo que me cautivó sobremanera es toda la secuencia del casamiento de Connie, haciendo que incluso posterior a verla en pantalla grande, lo vea de nuevo en casa solo por mero placer. Pero más allá del placer, algo que me fascina de ese momento es lo natural que todo se siente.
Al tener estos vistazos cotidianos de personas tan distintas, que a su vez son marcadas por una misma cultura, Francis Ford Coppola le da a este momento un ambiente jovial y natural que funciona como la fachada perfecta para cubrir lo que sucede en el despacho de Don Corleone. Por un lado, la luz del día tan brillante como la familia y sus allegados que, incluso estando conscientes de su lugar en el mundo del hampa, encuentran el modo de divertirse y tener dinámicas con las de cualquier familia. Por otro lado, las sombras del crimen, teniendo en medio de ello a un recién llegado Michael Corleone, queriendo vivir fuera de las sombras, sin saber que tarde o temprano será atraído hacia ellas.

Hay algo asombroso en cómo la cinta retrata, con paciencia y detalle, el proceso de transformación de su protagonista. Desde su primera aparición (tímido, reacio a encajar en ese gran retrato familiar) hasta el desenlace, donde elimina todo obstáculo para ocupar el centro absoluto de la escena, lo que presenciamos es la evolución de alguien que abrazó el poder sin siquiera proponérselo. Coppola entiende que el ascenso de Michael al rol de capo no podía ser retratado como algo glorioso. En la naturaleza autoconsciente de su obra, ese tránsito hacia una nueva era es tan inevitable como incómodo.
Este cambio también opera como una reflexión sobre el propio Hollywood. Un sistema que antes giraba en torno al trabajo colectivo, casi como una gran familia creativa, empieza a ceder paso a una lógica distinta. Si bien el concepto de «cine de autor» ya venía circulando desde años atrás, es con esta película que se consolida definitivamente, marcando el inicio de una nueva manera de hacer cine. Ese mismo proceso está dramatizado en la historia: los valores del pasado son reemplazados por otros nuevos, encarnados en una generación joven, ambiciosa y con ímpetu. Pero si no aprenden a transformar ese legado en algo mejor, el declive es inevitable, siendo lo que finalmente ocurrió con el propio «Nuevo Hollywood».

En este último visionado, me impresionó especialmente ese paso de antorcha que recorre toda la película, y que resulta mucho más agresivo de lo que uno podría esperar. La escena del restaurante, donde Michael ejecuta su primer gran golpe, lo deja claro: hay un simbolismo potente en que una de las víctimas sea interpretada por Sterling Hayden, un actor que representa el Hollywood clásico, asesinado por un joven Al Pacino, representando a esta nueva sangre, cargado de furia. Es una imagen clara del cambio de era. Una vez más, la autoconsciencia de la película se manifiesta.
Tal vez con El padrino Coppola intuía que la edad dorada del cine ya no podía superarse, y que él y su generación tendrían que perseguir esa grandeza a su modo, aun sabiendo que, al final, podría ser una misión imposible. Desde nuestra perspectiva, podemos ver una maestría indiscutible en su cine, pero quizá, desde dentro, había algo más que un intento de revivir una gloria que ya no volvería: una reflexión sobre el paso del tiempo y el cambio de era que, aunque imposible de detener, sigue marcando el rumbo de todo lo que está por venir.
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