[Crítica] ¿En “Octubre” hay milagros?

Octubre Bruno Odar

Hay mucho Perú condensado en la cinta de los hermanos Vega Vidal -ganadora del Premio del Jurado en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes 2010- desde las dos escenas iniciales donde vemos el dinero y el sexo como medios y fines de Clemente (un buen Bruno Odar), así como lo podrían ser de millones de peruanos (recordemos la cínica e infame, pero hermosa frase de nuestra política: “por Dios y por la plata”). Se le añade la hija abandonada, el anciano sin hogar, la creyente reprimida, una enfermera prostituta, devotos pecadores y más. La unión de tales variopintos personajes no es otra cosa que la representación de nuestra gente y su idiosincrasia, y del abandono en el que viven, no solo lejos de sí mismos, sino también del Estado. Es un Perú que está en la capital y al mismo tiempo lejos de todas partes. Se suceden, entonces, imágenes de calles sucias y tristes, reflejo de un tipo como Clemente que encuentra en sus precoces roces el mínimo de afecto que le da chispazos a su vida solitaria. 

Clemente es, en resumidas cuentas, producto del boom económico de los años iniciales del siglo XX. Para él todo es una transacción: el cuidado de su hija, el sexo sin interés, hasta recibir a conocidos en su hogar. Él es la representación de un país y una generación, una clase de tipo que, al no tener pasado (su padre murió y vive en su casa vieja), no abraza su futuro (su hija), producto de una unión que aunque no quiso, dio frutos. Así, la pequeña Milagros simboliza también un nuevo Perú nacido de un cruce impensado, ¡pecaminoso e inmoral! pero hecho al fin y al cabo que encuentra, pues, refugio en una mujer solitaria cuya fe no le ha dado la compañía que quiere y tras reservar su cuerpo para Dios, decide ofrecerlo a los mortales. Otra vez este junte de religión y sexo como en los créditos iniciales. El matiz moral que se le otorga al personaje de Sofía (genial Gabriela Velásquez) es también el de todos los peruanos: fieles religiosos al mismo tiempo que pecadores. Devota del Señor, pero también de un polvo nocturno, o aunque sea unas caricias.

El agua de calzón es finalmente un recurso ante la imposibilidad de acceder a Clemente. Su infranqueabilidad no deja otra opción que la creencia popular. La tradición (así como las que rodean al mes morado), o la idea de un cortejo tradicional no existe. Solo negocio: ella cuida a la bebé, él le paga; el sexo no es parte del acuerdo. Qué otra vía le queda a Sofía si no la fe en el mito. La bebida impura lleva consigo buenas intenciones: un afecto que sea correspondido, una relación de cuerpo y no solo un intercambio de bienes y servicios. Sofía busca que los dos formen la familia de Milagros y hacerse la célula básica de la sociedad: sacar adelante la vida adversa amparados en otro ‘milagro’ económico y la fe a ciegas. Como si la fe en este país fuese suficiente. Como si todo lo pudieran en Cristo que los fortalece.

En este nuevo país del nuevo siglo, entonces, hay una modernidad donde todo está desperdigado (el dinero, el poder, el sexo, Dios) y por lo mismo sus habitantes ya no encuentran lugar. La falta de hogar de Don Fico (gigante Carlos Gassols) es sinónimo del rechazo que tiene estos tiempos para con los que son como él, pues no puede generar dinero, no tiene poder/autoridad/fuerza, no puede tener sexo y apenas tiene fe. No es útil para el sistema, entonces ha de ser descartado. Condenado al destierro y al olvido. «A cada chancho le llega su San Martín» reza Don Fico y los pecados de Clemente empiezan a pesarle. No puede prestar afecto, no puede cobrar cariño. Debe ponerle interés, ahora, a su nueva vida y responsabilidad: ser padre, ser cabeza de familia y ese rol de “peruano chambeador que auguraba el nuevo siglo.

Finalmente, esa otra mezcla de dinero y religión, encarnada (empapelada, mejor dicho) en el billete de 200 soles de Santa Rosa se enfatiza como algo ‘bamba’ también, pues en su falsedad descubre que la figura religiosa está mediada por el dinero y Clemente entiende: ha sucumbido bajo el engaño moderno del dinero (y del sexo) y debe ir a buscar esa fe religiosa de forma directa, lejos del papel que la representa. Clemente se asume como hombre y como el señor que debe ser padre de Milagros. Sale, entonces, de ese hogar viejo y abandona su soledad para unirse a la multitud, para formar comunidad y, con suerte, familia. Es decir, para vivir en sociedad y sacar al Perú adelante. Algo así. Las escenas finales, con una tensión finamente trabajada, nos muestran que Dios está en la calle, con los peruanos. Dios es peruano. Y todos necesitamos creer en algo.


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