Basado en los relatos cortos del peruano Oswaldo Reynoso, Los inocentes (2025) sigue la historia de un grupo de adolescentes desorientados en una Lima que mantiene esa personalidad caótica asociada a la capital peruana plasmada en la escritura original. El director, debutante en el largo, Germán Tejada contempla el lado sucio y negligente de la ciudad, escenario tipo que allá por la década de los años 80 y 90 fue fetiche del cine limeño, efecto de la admiración y culto que se le rindió al realismo urbano imaginado en las lecturas de autores como Julio Ramón Ribeyro y el propio Reynoso.
Al igual que en los cuentos, en esta nueva versión fílmica su autor se inclina a relacionar ese caos contextual —y de paso político— con el estado psicológico de sus personajes. El apodado “Cara de ángel” (Diego Cruchaga Ponce de León) vive en un barrio infestado de malas compañías. Él dibuja en el papel y en las paredes, escucha rock, es políticamente contestatario, está enamorado de una chica (Grecia Belén) y le atrae el líder de una banda (José Miguel Chuman), le molesta interactuar con los miembros de una collera, pero no puede evitar relacionarse con ellos. Estamos ante un personaje que está en medio de un limbo. Su conflicto, en tanto, será hacia dónde dirigirse, a qué ceder o hacer caso. Más allá de una selección moral, lo que veremos es una selección instintiva. Así como en la ciudad, la mente del protagonista es un caos total que lucha por encontrar un orden o identidad.

El libro Los inocentes (1961), en su momento, fue considerado soez e indecente para la crítica, consecuencia de su descripción sin pudor y abstemia de conciencia moral. El hecho es que se pasaba por alto el detalle de la inocencia, carácter constantemente reprimido por los personajes, fruto de los roles y prejuicios que todo adolescente habitante de los bajos fondos tenía que abrazar a fin de sobrevivir. Esto se mantiene a rajatabla en la película de Tejada. La explotación de lo obsceno no entra en su definición si, por ejemplo, nos ponemos a pensar en un cine como el neorrealismo italiano, aquel que, ciertamente, sirvió de inspiración para la literatura realista urbana peruana. En esas películas veíamos a gente desplazándose entre la miseria y la podredumbre, pero no por eso estos mismos no dejaban de fantasear con la posibilidad. Eso se ve en Los inocentes. Son algunas las secuencias oníricas las que son indicadores de que estamos ante una generación que preserva la inocencia del soñar. El hecho es que estos deseos no dejan de ser reprimidos o frenados por algún agente cuando intentan exteriorizarse. Ahí están las secuencias en que el protagonista o algún otro enmudece, duda, teme ante el juicio colectivo del resto. La película de Germán Tejada, así como el libro de Oswaldo Reynoso, nos cuenta una historia de sexo cuando en su lugar sus personajes desean amor.
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