Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959)
«Se trata de un notable relato en el que contemplamos las vivencias de un personaje convertido en icono del cine: Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud, convertido en el actor fetiche de Truffaut) un niño que aprenderá las lecciones de la vida casi siempre de la manera más dura, esos cuatrocientos golpes que lo llevaran a la inevitable madurez. Lo fascinante de la película es su frescura y la atmósfera tan cotidiana y vívida que tiene.» Lee la crítica de Jorge Esponda.
Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959)
«Antoine Doinel. Así se llamaba el protagonista de la historia. Una historia que no me es ajena, por ser tan real y común. Jean Pierre-Léaud (quien debutó a los 12 años en este filme y haría una carrera como actor en muchas cintas de Truffaut) es quien da vida al menudo rebelde con causa. Amante del cine y de Balzac, pícaro, pilluelo, inconformista y desafiante, mira el mundo con desconfianza y temor. ‘¿Por qué no me entienden?’ suele decir con frecuencia. Yo también.» Lee la crítica de Norma Malaver.
5 respuestas a “Los cuatrocientos golpes, de François Truffaut (1959)”
[…] de autores fundamentales, algunas de las cuales representan en sí mismas sus propias épocas: Los 400 golpes (1959), de François Truffaut, pieza fundacional de la Nouvelle Vague; 8 1/2 (1963), de Federico […]
[…] por François Truffaut y encarnado por Jean-Pierre Léaud en clásicos del cineasta francés como Los 400 golpes, Antoine y Colette, Besos robados, Domicilio conyugal, y El amor en fuga; y los cinco filmes que […]
[…] Fue amigo de varios de los cineastas de la Nueva Ola quienes lo invitaron a aparecer haciendo pequeños cameos en Los cuatrocientos golpes, de Truffaut; Cleo de 5 a 7, de Agnès Varda; Adieu Philipinne, de Jacques Rozier; Los amantes y Ascensor para el cadalso, ambas de Louis Malle. De él, Truffaut dice en “Las películas de mi vida”: Era amigo nuestro. Era nuestra esperanza. No había rodado o interpretado nunca, pero por las tardes, a las nueve, al evocar el telón de los teatros que se levantaba a esa hora para otros actores, le daba un ataque de increíble delirio tragicómico que era la marca indudable de su talento. […]
[…] Fue por aquel entonces cuando un grupo de jóvenes, que tenían unos diez años más que yo, descubrió también el cine norteamericano. Como a todos los franceses, a Godard, Truffaut, Rivette, Chabrol y a los demás futuros críticos de Cahiers du cinéma les fue imposible ver películas norteamericanas durante la Ocupación. Hoy es difícil imaginar lo que debió de representar la Ilegada repentina de un gran número de películas norteamericanas: Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1940), si no me equivoco, no se proyectó en Paris hasta 1946. Los futuros cineastas de la Nouvelle Vague empezaron a escribir sobre cine para acercarse a éste, y eso constituyó verdaderamente el comienzo de sus carreras como directores, puesto que en sus escritos se percibe la misma pasión por el cine que la que descubriremos mas tarde en sus películas. Huelga decir que, por aquel entonces, yo no leía Cahiers, y que su influencia solo Ilegó a Estados Unidos mucho más tarde, por mediación de Andrew Sarris que se apoderó de la politique des auteurs para transformarla en la author theory (en realidad, fue a mediados de los años sesenta cuando Sarris publicó algunos números de Cahiers en inglés). Aunque el impacto definitivo fue el estreno de películas como Los cuatrocientos golpes (Les Quatre Cents Coups, 1959) en 1959, Al final de la escapada (À bout de souffle, 1959) y Jules y Jim (Jules et Jim, 1961) en 1961. Películas a las que luego iban a seguir otras muchas. Cuando yo estudiaba cine, a comienzos de los años sesenta, las películas de la Nouvelle Vague figuraban entre los fenómenos extraordinarios que Ilegaban de todo el planeta: John Cassavetes y Shirley Clarke en Estados Unidos, Oshima e Imamura en Japón, los grandes maestros italianos, los jóvenes realizadores ingleses. Nuestro profesor, Haig Manoogian, no cesaba de repetirnos: “Rodad lo que conocéis”. Esta era la regla que todos estos cineastas —y los de la Nouvelle Vague en particular— seguían rigurosamente, y la que enfrentaba sus películas al cine contra el que luchábamos (aunque a mi me gustan también algunas de estas películas: hace dos o tres años participe en la reposición de Los orgullosos (Orgueilleux, 1954), de Yves Allegret en Estados Unidos). Ellos conocían Paris, y además de los deseos y el romanticismo de la juventud, conocían la literatura; pero sobre todo conocían admirablemente el cine. El amor al cine formaba parte de su vida, y también es lógico que fuera parte integrante de sus películas. […]
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