Editorial (El Refugio Nº 2)


Un país sin cine es un país sin rostro

El Refugio llega a su segundo número y ante todo debemos agradecer a quienes acogieron el primero y nos brindaron sus felicitaciones, objeciones y sugerencias. Mención aparte hagamos de los críticos, que ya fuera de manera paternal, cómplice, cachosa o polémica, no ignoraron el esfuerzo que significó sacar la revista ni el contenido de la misma.
En este segundo número insistimos en el asunto de la posmodernidad, que ha motivado un feliz debate (véase el espacio «La posmodernidad en cuestión»); pero aunque el tema nos interesa (por más que se diga que está pasado de moda, aquí no lo está) más nos preocupa la situación actual del cine en el Perú. En los meses últimos, en contraste con una creciente actividad cineística (que incluye el II Encuentro de Cineastas Andinos y el V Festival Nacional de Cortometrajes, comentados ambos extensamente y sin contemplaciones en esta edición), se observa una despectiva actitud del Estado respecto de nuestro cine expresada básicamente en dos omisiones: la no promulgación de parte del Ejecutivo del decreto que debería modificar la disposición en virtud de la cual los ingresos del cortometraje se han visto reducidos a la tercera parte en este año, y la no aprobación -de parte del Parlamento- de la nueva Ley General de Cinematografía, que sigue durmiendo en Senadores.

Lo cierto es que los nuevos cineastas y aquellos que desean iniciarse en la realización se verían sin posibilidades de abrirse camino, ello sin contar que un número importante de técnicos se quedarían sin trabajo.

Ambas omisiones son graves y de mantenerse simplemente se liquidaría el cine nacional. Y en esto no hay exageración, pues aún en el caso (no del todo probable) que directores como Lombardi, Fico García o Chicho Durant puedan continuar sus carreras mediante coproducciones apoyados en sus relaciones y prestigios (o desprestigios) personales, lo cierto es que los nuevos cineastas y aquellos que desean iniciarse en la realización se verían sin posibilidades de abrirse camino (esas posibilidades que la Ley 19327 sí dio a los directores citados), ello sin contar que un número importante de técnicos -muy capaces- formados en estos últimos años se quedarían sin trabajo al verse obligadas las empresas a cerrar ante la falta de estímulos.
Cabe reparar que detrás de tal actitud del Gobierno hacia el cine parecen hallarse algunos funcionarios y asesores liberales que si bien no son tan ignorantes (que lo son pero no tanto) como para desconocer que todo cine nacional necesita (y recibe) el apoyo del Estado (excepción hecha por el cine norteamericano por razones obvias), no les interesa que haya un cine nacional, pues para ellos (díganlo o no) la identidad es un anacronismo tercermundista a superar, razón por la cual recomiendan a los cineastas que se dediquen a realizar comerciales de Pepsi antes que a registrar fealdades (y bellezas) propias.
Frente a esta postura toca a los cineastas peruanos en primer lugar (agrupados en la Asociación, con su nuevo presidente a la cabeza) luchar decididamente para que el cine peruano tenga continuidad, aportando las recomendaciones que sean pertinentes para mejorar el proyecto de la nueva ley, y presionando al Gobierno para lograr su aprobación y promulgación en el menor lapso posible. Pero toca también a los aficionados, críticos, estudiantes de cine -y, ¿por qué no?, a distribuidores y exhibidores-comprometerse en esta tarea de evitar que el Perú se quede sin rostro.

(Publicado en Octubre de 1991)

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