Inglourious Basterds
Dirección y guión: Quentin Tarantino | 153 min. | EE.UU. – Alemania
Intérpretes: Brad Pitt (teniente Aldo Raine), Diane Kruger (Bridget von Hammersmark), Mélanie Laurent (Shosanna Dreyfus), Christoph Waltz (coronel Hans Landa), Michael Fassbender (Archie), Daniel Brühl (Frederick Zoller), Eli Roth (Donny), B.J. Novak (Smithson), Til Schweiger (Hugo Stiglitz), Gedeon Burkhard (Wilhelm Wicki), Julie Dreyfus (Francesca Mondino).
Estamos ante un nuevo producto tarantiniano, cuya factura técnica y estilística es impecable, lo que significa que es un filme entretenido y bien logrado; cuyo eje dramático es la lucha de una brigada de judíos –los basterds– dedicada a cazar y matar nazis durante la segunda guerra mundial, utilizando sus mismos métodos. Lo cual es cuestionable ética e históricamente, y constituye el gran punto débil de la película.
Buen comienzo, suprema ironía, cine B
El filme empieza con una escena enganchadora, donde el director demuestra su singular habilidad para crear y mantener la tensión bajo una apariencia de elegante, cuando no refinada y a menudo dilatada, conversación; tras lo cual llega el inevitable estallido de violencia. Lo que luego repite en otra notable secuencia en un cafetín francés, donde el suspenso se alarga aún más que en el caso anterior (hay mucho de Hitchcock aquí, me dice Leny Fernández), tras lo cual sigue un estallido de violencia aún mayor. Estos son los dos grandes anticipos al paroxístico final, que se desarrolla –y esta es otra de las especialidades de Tarantino– mediante insólitos e insospechados giros dramáticos hasta llegar al mismo desenlace.
No faltan tampoco los momentos de suprema ironía (Hitler pidiendo goma de mascar o el asalto –largamente contenido– de Landa sobre Bridget). Hay también diálogos y escenas prescindibles, como ocurre en otras obras de este director. Por ejemplo, la secuencia en la que le encargan a un crítico de cine británico –en presencia de Churchill– que apoye a los basterds en una difícil misión cinematográfica parisina. Tanto esta escena como el mismo personaje son perfectamente prescindibles (y, de hecho, el crítico desaparecerá de la película en la siguiente secuencia); pero le da pie al director para hablar de los célebres estudios cinematográficos de la UFA y contextualizar la trama en el espacio de los medios audiovisuales de la época.
Como ya es habitual, Tarantino se inspira en subgéneros, tipo B, C y hasta Z. Así, el título de esta película –Inglorious Bastards– está tomado casi exactamente de un filme hasta ahora casi desconocido de Enzo Castellari y sigue el estilo de las películas de guerra de los años 50 y 60, aunque omitiendo los episodios propiamente bélicos y centrándose en el esquema de un policial con magnicidio; el cual, fiel a su amor por el pastiche, ha sido tratado como un spaghetti western. Con estos y otros elementos, el director ha creado una película de elevada factura artística y también se viene asegurado un lugar en la historia del cine (o, al menos, en el de la industria cinematográfica) al elevar estos subgéneros a un plano artístico.
Violento Waltz
Comentábamos también con Laslo Rojas cómo el actor austriaco Christoph Waltz le roba la película a Brad Pitt, gracias al mayor desarrollo de su personaje. En efecto, a diferencia de los basterds y su jefe, el teniente Aldo Raine, el caza judíos Hans Landa resulta un personaje mucho más complejo y atractivo que los presuntos protagonistas principales de la cinta. Estos se comportan como vulgares matones, carentes de cualquier sutileza o ingenio; salvo en cierta medida Raine, cuyo talante –no obstante– tiene rasgos caricaturescos (con el permanente rictus petulante de su quijada salida). Mientras que Landa es un políglota culto que hace gala de una elegancia y olfato siniestros. Se luce no sólo en sus diálogos, sino en comandar las acciones finales de la película, llevando a cabo audaces giros que van desde el crimen brutal hasta la traición extrema; y, aunque no se libra de castigo, consigue su objetivo final. En cambio, los basterds, como equipo, aparecen muy poco y de manera desarticulada; además, su mismo líder actúa reactivamente ante el ímpetu de su contrincante y recurre más a su buena estrella que a sus destrezas. Asimismo, el personaje de Shosanna también tiene mayores facetas y al menos igual peso dramático que el de Raine; resultando tanto o más importante para el avance de la acción que los propios basterds, ya que conduce la segunda trama importante en esta cinta.
Este desbalance no es propiamente un defecto ni tampoco es atribuible exclusivamente al trabajo actoral. En realidad, es el propio director quien ha dado estos énfasis diferenciados, lo cual es coherente con su enfoque estético, el cual gira en torno a la violencia en sus variadas y sinuosas formas; siendo las más espectaculares las ideadas para Shosanna y Landa. Basta ver que, en esta película, aquellos que ejercen o participan de la violencia empujados por las circunstancias o justificados éticamente, terminan muertos. No son los únicos, claro, pero entre los sobrevivientes y triunfadores están quienes enarbolan la bandera de la maldad pura y dura. La misma veta autodestructiva que Adolf Hitler y cientos de miles de sus secuaces llevaron hasta sus últimas consecuencias genocidas caracteriza a muchos de los personajes de Tarantino, independientemente de en qué bando estén.
Es cierto que parte de esta violencia es inverosímil e irónica, pero también hay otros episodios de violencia que no lo son; aunque siempre se diseñan con la pretensión de ser un mero e inofensivo juego. No obstante, me parece curioso que la violencia sin freno sea el tema recurrente en todos los filmes de este director, así como en varias otras cintas que produce o en las que participa. Mientras que la obsesión de Hitchcock es asustarnos con su técnica del suspense, la intención de Tarantino sería hacernos reír con su morbosa imaginación para elaborar las más originales situaciones y formas de violencia y crueldad. El único problema es que hay asuntos que, como veremos, no se prestan a tal enfoque de entretenimiento; o, dicho de otra forma, hay que saberlos presentar de manera entretenida.
En lo personal, no me molesta la violencia ni la violencia extrema en el cine, siempre que esté justificada dramáticamente y que ello nos muestre aspectos del mundo en el que vivimos; siendo lo ideal que se la contextualice, desmitifique y/o cuestione. Pero no pidamos tanto, digamos que al menos nos referencie en alguna medida la experiencia histórica envuelta en los personajes y la acción. El problema de Tarantino es que no le interesa para nada este rollo, sino que pretende banalizar la violencia y convertirla en inocua, limitándola a una esfera meramente artística o estética. Pero justamente su notable talento para representar el mal remite sus películas a un ámbito no buscado por él: el de sus raíces, ya sean sociales, culturales o históricas. En otras palabras, su cine es un epifenómeno, una manifestación involuntaria de la violencia estructural que subyace en la sociedad estadounidense y que ha sido mostrada por Michael Moore en sus conocidos documentales. Al escoger omitir tales fuentes de la violencia, Tarantino se refugia en un enfoque conservador a pesar de su desenfado y truculencia; y lo disfraza con su inagotable talento para citar dentro de sus particulares modos narrativos a diversos filmes y autores, sobre todo de la serie B. Con esto se ha ganado el favor de la crítica y de muchos cinéfilos, algunos de los cuales incluso lo consideran como un autor genuinamente independiente.
Banalizando la historia
Hasta aquí, entonces, podemos darle el beneficio de la duda y asumir que sólo estamos frente a un director controversial. Sin embargo, en Bastardos sin gloria ya no podemos aceptar que estemos ante una violencia desconectada de nexos con la experiencia histórica, tanto pasada como presente. La cinta está ambientada en un contexto e incluso en años específicos durante la segunda guerra mundial. Sin embargo, el sólo hecho de pretender crear una coyuntura histórica “paralela” en la ficción ya rompe con la idea de que la violencia que muestra es un mero juego gratuito e inofensivo (es decir, sin nexos de tiempo y lugar). Está claro que hay efectos entre lo mostrado en la cinta y la realidad histórica, aunque el director pretenda que sea una mera variante del combat spaghetti de Castellari. Es por ello que estoy completamente de acuerdo con Mario Castro en su crítica y comparto su incomodidad ante lo que considero una banalización de la historia y del mundo que rodea el cine de este director.
Esto produce al menos tres efectos perniciosos para la cultura cinematográfica y la cultura en general. El primero es su contribución al embrutecimiento del público, ya que lo que aparenta ser una reconstrucción histórica no es tal; es decir, no hay un ápice de verdad histórica en los hechos imaginados, fabricados y mostrados por el director. No obstante, hay quienes salen de la sala de cine (me consta) afirmando que, por supuesto, se trata de “la versión” de Tarantino sobre el nazismo; lo que no es el caso en absoluto, ya que su intención no es la contextualización de un fenómeno histórico. Ojalá el director presentara tal enfoque o versión, en cambio pretende ofrecer un mero entretenimiento; ya que, de hecho, este filme pudo tratar la lucha entre pandillas rivales de cualquier época o lugar, como en otras obras anteriores de este director. A no ser que estemos ante una versión de “piconería” judía contra los nazis; lo que no creo que sea el mejor homenaje a las víctimas del fascismo. Sin embargo, reconozco que este es un pecadillo menor en Hollywood, cuyos productores a las justas conocen lo que ocurre dentro de los límites del estado de California, fuera de los cuales pueden inventar cualquier cosa; como ocurrió, por ejemplo, en la última entrega de la saga de Indiana Jones, donde las líneas de Nazca fueron trasladadas a Machu Picchu, entre otras burradas geográficas e históricas.
Posmodernismo conservador
El segundo efecto es de índole ética, ya que se equipara política y moralmente a los nazis con los judíos; debido a que estos utilizan exactamente los mismos métodos que los primeros, lo que –nuevamente– es una falsedad histórica. Como sabemos, los judíos y los opositores al nazismo nunca tuvieron la oportunidad de resistir a la “solución final” ya que esta –aunque anunciada– se realizó de manera clandestina y simultánea con la ocupación alemana de buena parte de Europa. Salvo un episodio –el del guetto de Varsovia– en el que los judíos polacos se rebelaron contra los nazis en retirada, siendo aniquilados al no recibir la oportuna (y esperada) ayuda del Ejército Rojo. Pero este fue un enfrentamiento abierto, nunca existió una brigada judía de aniquilamiento ni una versión judía equivalente a las SS. No habría podido existir así hubieran querido, debido a un complejo conjunto de factores históricos, siendo el determinante la eficacia genocida del nazismo; imitada pero hasta ahora no superada.
Por tanto, este aspecto central de la película es ofensivo para la memoria de las víctimas del Holocausto, así como para los sobrevivientes y sus familiares; y pretender que esto es “sólo una película” o un simple juego, es –por decir lo menos– como meter un elefante en una cristalería y pretender que no ha ocurrido nada. Peor aún con una segunda lectura que señala Mario, es decir, que los basterds representarían la actual política seguida por el Estado judío hacia los palestinos; lo que podría ser ofensivo para un sector mayoritario de ciudadanos israelíes, aunque también es una interesante paradoja histórica, completamente pertinente. Sin embargo, al estar estas lecturas enmarcadas en el contexto de una película que se postula como de mero entretenimiento, su efecto se anula; pero sólo parcialmente, ya que siempre permanece la sensación de que se está jugando con asuntos que no se prestan a juego. Asuntos que involucraron (e involucran) la vida o muerte de millones de personas. Y esta banalización de la violencia y la historia es el punto débil de la película.
Lo que no es poca cosa. La banalización consiste en negar que la experiencia histórica esté relacionada con el arte cinematográfico o con el arte en general; o, dicho de otra manera, que el arte es autosuficiente y está separado de la vida y del mundo. Es bueno precisar que esta no es una discusión sobre si el cine puede o debe ser fiel a una determinada verdad histórica. De hecho, no lo es ni lo puede ser, en ningún caso. El cine manipula y simplifica determinados hechos históricos según las necesidades dramáticas y/o estéticas propias de su arte. Y lo que el crítico debe señalar es a qué conduce o qué sentido resulta de esta manipulación, estética y –si viene al caso– histórica.
El problema con el cine de Tarantino es que niega que exista tal sentido, aun cuando él mismo manipule determinados hechos históricos en su cinta. En esa línea, es un posmoderno ortodoxo, ya que usa la idea del pastiche –es decir, mezclar y superponer estímulos sensoriales disímiles– para expresar un determinado concepto estético (el cual, en su caso, es además casi monotemático: violencia, maldad, crueldad); pero la deconstrucción de estos estímulos audiovisuales no nos revela algún sentido sobre el mundo, sino que estos se agotan en sí mismos y nos conducen sólo a las referencias cinematográficas en las que están basados o inspirados. En consecuencia, es un cine autorreferencial y conservador, ya que no apunta a los asuntos humanos ni al statu quo sino que los ignora; mientras que existen otras obras que emplean las mismas técnicas posmodernas, pero para revelar el entorno mundano que las rodean.
Asesinos por naturaleza
Un ejemplo es Asesinos por naturaleza de Oliver Stone, con guión inicial escrito por Tarantino, pero cuya autoría repudió. Obra que también utiliza el pastiche y la parodia, pero de manera más creativa, crítica y planteando asuntos de fondo, que Tarantino ignora en sus cintas. El pastiche sirve aquí para develar y criticar el papel de los medios –y específicamente la televisión–, la crisis familiar y el origen instintivo de la violencia. Hay ironía, parodia y sarcasmo, pero en absoluto con meros fines de entretenimiento. Formalmente, la película es mucho más rica que cualquiera de las de Tarantino, sobre todo por su extraordinario trabajo de montaje; al que debe sumarse un variado conjunto de recursos audiovisuales, como la animación, el blanco y negro, diversos formatos de cámara, angulaciones y planos aberrantes y un largo etcétera. Con ello Stone crea un lenguaje audiovisual muy personal, bizarro, barroco y con alto grado de estimulación, destinado a sacudirnos y hacernos reflexionar sobre la violencia y la maldad en el mundo y, especialmente, en la sociedad estadounidense.
Asesinos por naturaleza no sólo es inmensamente superior en lo formal a cualquier otra cinta de Tarantino (la que más se le aproxima, hasta el momento, es el primer volumen de Kill Bill); sino que también lo supera al relacionar la violencia en los medios con la violencia estructural de la sociedad estadounidense. En ese sentido, va más allá del cine de Tarantino y lo hace –estéticamente– en sus propios términos; además de mostrar las raíces y el entorno cultural (y mediático) que explica la obsesión tarantiniana con la violencia y el mal. Es por ello que hablamos de su obra como un epifenómeno de realidades que otras cintas –como la de Stone– ya han revelado. En ese sentido, Asesinos por naturaleza entronca con esa tradición cinematográfica del cine negro que bucea en el mundo del delito como la base social en la que se apoya el mundo político y público; mientras que Tarantino se remite a películas de entretenimiento –muchas veces mediocres o simplemente malas– buscando con ello crear una seudo tradición en torno a ellas. Una tradición que lo anteceda y justifique.
E incluso en aquello que coincide con Stone –la violencia y el mal– hay una diferencia profunda, de naturaleza ética. Asesinos por naturaleza quiso ir a las raíces instintivas de la agresión humana para mostrar que estaba condicionada mediática y socialmente; es decir, que modificaciones en estas esferas podrían mitigar o impedir la violencia criminal. Pero al enfrentar estos presupuestos ideológicos con las acciones de sus personajes, el director no logró imponérselos; ya que éstos nunca logran pasar de la esfera del comportamiento instintivo al comportamiento racional, terminando por asumir la violencia como una forma de ser natural e incontrolable. El resultado fue una cinta que, pese a sus importantes elementos críticos, tiende a justificar la violencia criminal. De esta manera, la película se la va de las manos –ideológicamente– a Stone, hacia un sentido no deseado inicialmente por él. Esto sólo puede ocurrir cuando un cineasta es lo suficientemente honesto para tomar riesgos y enfrentar sus propios demonios internos en su obra.
Dilemas éticos
En el caso de Tarantino, este tipo de riesgos y dilemas no están planteados, ya que sus filmes pretenden remitirse únicamente a una determinada tradición cinematográfica, real o inventada. No hay mayor lucha contra demonios interiores aquí e incluso Tarantino cede –no enfrenta– ante aquellos personajes que le resultan más funcionales para representar sus pulsiones hacia el mal y la violencia, las que se esfuerza por presentar acríticamente (¿so pretexto de exorcizarlas?). Ciertamente, está en su derecho, esa es su opción, lo cual tampoco es un demérito profesional; sin embargo, al momento de hacer una valoración de su cine o de Bastardos sin gloria, el crítico debe considerar también estos asuntos. Podemos estar a favor o en contra de su opción estética, pero lo que no podemos es ignorar que ésta existe y que hay otras que es pertinente mencionar cuando la película lo exige; como lo es en este caso.
Y con esto llegamos al tercer efecto pernicioso del cine de Tarantino: su influencia en la crítica. Así como este director postula un cine desconectado del mundo, de igual manera se reproduce este concepto en muchos críticos de cine; demasiado embobados con asuntos como el real o presunto visionado de malas copias de malas películas, mostradas en las muy bien realizadas cintas del díptico Grindhouse, por poner un ejemplo. Críticos que no se percatan de las imágenes que el propio Tarantino ofrece en sus películas sobre su cine autorreferencial y autosuficiente. Recordemos lo que ocurrió con los genitales de su personaje en Planet Terror, lo que sugiere un cine castrado en su relación con el mundo. Situación que se repite en Bastardos sin gloria, donde el personaje del crítico de cine muere con los huevos acribillados; lo que insinúa que un cine castrador produce críticos castrados, en el sentido estético arriba reseñado. No lo digo yo: las propias cintas de Tarantino lo sugieren con ironía quizás involuntaria.
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