Carancho, la representante argentina menos atípica en el festival limeño, es una película de oficio, de manejo de convenciones del film noir y el romance maldito, de personajes límite, inescrupulosos y atormentados que llevan como mote el nombre de un ave rapaz, acechan precisamente como buitres y pelean como gallos, que al mismo tiempo elucubran y huyen hacia adelante, siempre actúan al filo de la navaja y de manera inevitable cruzan la frontera que separa la sobrevivencia precaria de la segura autodestrucción.
Pablo Trapero se apoya en dos intérpretes notables, Ricardo Darín y Martina Gusman, intensos y muy expresivos, para (des)encarrilar esta historia de simulacros y trancazos alrededor del cobro de indemnizaciones por los accidentes de tránsito, una de las mayores causales contemporáneas de mortandad, en el Perú, Argentina y muchas otras partes. Pero en Carancho no sólo se muere por la impronta de los fierros retorcidos o las carrocerías aplastantes, ya que la colisión de los intereses y los hilos de la corrupción empuja al enfrentamiento criminal.
Hay un buen ritmo, sobra el timing y la atmósfera lograda en las locaciones–mataderos: pistas, ambulancias, salas de hospital, oficinas de abogánsters, provistas de oscuridad y rojo abundante. Trapero enfatiza la descomposición de los cuerpos, entre fracturas, hemorragias, costuras, cicatrices, reanimaciones, (des)fallecimientos, que en la pareja amorosa se convierten en pautas del maquillaje y medidas de la locura y el martirologio por un utópico futuro. Pero un elemento no funciona muy bien. Es el cambio repentino de Luján (Gusman), que parecía razonable y centrada por su reacción ante las funestas consecuencias de un atropello amañado por la codicia de Sosa (Darín) y su desafortunado cómplice. Luego de un paréntesis en la relación, ella se contagia de la temeridad y abraza el peligro cual anillo conyugal y estilo de vida. Ese giro no deja de ser grueso y encuentra escasa verosimilitud, quedando como la decisión del realizador de mandar a su dupla protagónica, sin escalas, a un trayecto de permanentes luces verdes y frenos vaciados, a un destino luctuoso a la usanza de Bonnie y Clyde o Sólo se vive una vez, salvando todas las distancias y diferencias. Y otra discutible determinación es el final, un tartamudeo del guión, un tic de la puesta en escena.
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