Cinencuentro

[Crítica] «It’s a Sin»: Balada de una pandemia marginada

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“Cuando miro hacia atrás en mi vida/ Siempre es con un sentido de vergüenza/ Siempre he sido el que tiene la culpa”.

Estos son los tristes versos que inauguran la mítica canción de Pet Shop Boys cuyo título ahora comparte con la miniserie británica que acaba de convertirse en la producción más vista por streaming de Channel 4 y que probablemente pronto lo sea dentro del catálogo global de HBO. Irónicamente no está inspirada ni hace referencia directa al tema autobiográfico del vocalista Neil Tennant pues ni siquiera tenía previsto lanzarse con dicho título (hubiera sido The Boys de no ser por la serie homónima de Amazon).

Su contexto británico ochentero y temática homosexual sin embargo justificaban el préstamo del mismo, más aún por abordar el origen e impacto del VIH/sida entre la juventud gay londinense. Sorprende pues que el It’s a Sin de Russel T. Davies se comporte casi como una adaptación de la canción de Tennant por capturar el espíritu de fiesta interminable de su música y sobre todo por retratar la pena y la culpa que se desprende de su letra, reflejando así la contradicción que implicaba ser homosexual en el “primer mundo” y que al día de hoy lamentablemente persiste en países como el nuestro. No es la primera ni será la última obra dedicada a este episodio histórico y cultural concreto pero es una de las más potentes, sin duda.     

Cinco son los capítulos y cinco los protagonistas de esta producción que empieza como una comedia juvenil televisiva cualquiera pero que podría ser la antesala a un musical, concretamente la de Rent. No es de extrañar pues que la cabeza del grupo, Ritchie (Olly Alexander), sea un estudiante de Derecho de la aislada Isla de Wight que decide cambiarse a Teatro en cuanto conoce a la aspirante a actriz Jill (Lydia West) y que deja de reprimir su orientación sexual en cuanto esta lo lleva a un pub gay. Este será el punto de encuentro para el resto de miembros del grupo: Roscoe (Omari Douglas), un hijo de inmigrantes nigerianos que huye de su hogar para evitar ser “curado” de vuelta en Nigeria; Collin (Callum Scott Howells), un galés tímido y cortés que empieza a trabajar como aprendiz de sastre; y Ash (Nathaniel Curtis), un estudiante de ascendencia india con vocación de profesor que tendrá una relación intermitente con Ritchie. Todos deciden vivir juntos cual pandilla de sitcom heterosexual en el Palacio Rosa, un amplio pero deslucido apartamento donde los jóvenes ríen, festejan y fornican como si no hubiera un mañana, totalmente ajenos a la enfermedad misteriosa de Nueva York sobre la que apenas informa la prensa británica de entonces. Se entiende que para ellos la mayor amenaza ya existía en una sociedad dispuesta a acosarlos y condenarlos por ser como realmente eran.

A diferencia de miniseries o películas de Hollywood como The Normal Heart (2014) que han representado el impacto social del VIH desde sus epicentros estadounidenses, It’s a Sin ofrece una perspectiva fresca que desvía el foco hacia la capital y otros rincones del Reino Unido y que destaca las vivencias y emociones más íntimas y no necesariamente virtuosas de los personajes por encima de su deterioro físico y psicológico cuando se convierten en víctimas. En ese sentido esta miniserie comparte un espíritu revisionista con películas francesas recientes como 120 latidos por minuto (2017) y Vivir deprisa, amar despacio (2018). La distancia abismal que separa al abogado positivo en VIH que encarnó Tom Hanks en Philadelphia (1993) del Ritchie de It’s a Sin se aprecia no solo en el sexo desmesurado que el segundo disfruta frente al insípido baile del primero con Antonio Banderas como “señal de homosexualidad”. También está la actitud desafiante con la que el joven británico abraza la oportunidad de ser él mismo en un Londres clandestino, seguro de poder camuflar su homosexualidad en el mundo teatral y de seguir burlando una enfermedad que solo ve como una conspiración más contra su libertad sexual. Este desenfado que comparte con su séquito también se traduce en fastuosas escenas de celebración que parecen concebidas para blockbusters juveniles de los 80 como Footloose (1984) y que desafían el desafortunado estereotipo de Hollywood de una comunidad LGTB+ resignada a la desolación del sida.   

Es curioso que, con excepción de algunas portadas de revistas pornográficas, esta miniserie no incluya desnudos frontales que ya se han hecho tediosamente habituales entre otras producciones contemporáneas que ni siquiera tienen pretensiones sexuales. Aún así, en una era televisiva post HBO donde uno cree haberlo visto todo, It’s a Sin demuestra que todavía quedan formas ingeniosas de provocar sin necesidad de recurrir a los genitales de sus actores. Por supuesto que hay contenido explícito pero este no alcanza la autocomplacencia de las primeras obras de Pedro Almodóvar ni la sobreexposición de predecesoras heterosexuales como True Blood (2008-2014). Hay incluso escenas en las que el humor negro supera en estupor a la carga sexual. Quizás es por esto que el proyecto fue rechazado por tres cadenas de televisión incluyendo el propio 4 inicialmente, un hecho increíble en tiempos donde un videoclip de artista pop heterosexual puede tener más referencias sexuales y ser más peligrosamente accesible a un público infantil. En todo caso es una anécdota que confirma que todavía existen fuertes prejuicios incluso entre directivos de empresas audiovisuales europeas que estropean el desarrollo de un contenido más acorde con los tiempos que vivimos.     

Russel T. Davies felizmente tampoco permite que sus personajes caigan en ese otro estereotipo homofóbico del promiscuo insaciable. Después de todo It’s a Sin busca normalizar las vidas de jóvenes que en su día fueron vilmente estigmatizados y que en realidad eran igual de ingenuos, vulnerables y soñadores que sus pares heterosexuales en medio del torbellino económico y cultural que representó la era Thatcher (quién por cierto recibe un cameo acertado en el cuarto episodio). Tal es esta normalización que Ritchie no busca victimizarse ni tampoco ser virtuoso para ganarse la aprobación de un público contemporáneo. Se muestra más bien tan despreocupado y egoísta como lo han sido las hordas de jóvenes (y no tan jóvenes) que se han saltado las restricciones anti covid en todo el mundo. Que se identifique como tory en medio de un grupo progresista indignado por las negligencias de Thatcher con la pandemia del VIH también lo acercan a sus pares “liberales” actuales que parecen más interesados en facilitar vientres de alquiler que en erradicar la discriminación laboral. A pesar de estos defectos, Ritchie sirve de contrapeso humorístico al resto de miembros más sensatos y que encarnan la diversidad de personalidades dentro de la comunidad. 

Ahí están un inocente Collin que conmueve por su honestidad y diligencia pese a trabajar para un viejo verde, un Roscoe caritativo que mantiene contacto con la hermana que le ayudó a escapar y que padece su propio calvario por un embarazo no deseado, y un Ash impávido ante los cuchicheos racistas y homofóbicos de parte de sus colegas en la escuela. Jill, como la aliada heterosexual del clan, cumple el rol de hermana mayor, siendo la primera en informarse y comprender las implicancias del sida mucho antes de que esta se manifieste en su círculo. Representa pues a las mujeres que sirvieron de cobijo y muleta a una comunidad gay que ya sufría la persecución de una sociedad machista antes que llegasen los dardos de una enfermedad implacable. Es junto a ella que los demás mantienen una complicidad como la de cualquier familia, compartiendo desayunos serenos después de cada noche de juerga y confirmando su pertenencia a un clan único al saludarse entre todos con un “la!” acentuado. Cabe destacar la notable transformación que manifiesta el personaje de Lydia West a través de los cinco episodios y que incluye una de las escenas más inquietantes e ingeniosas en torno a una taza y que puede recordarnos a nosotros mismos lidiando con todo tipo de objetos a lo largo de nuestra propia pandemia.   

Pese a que casi todos los actores son debutantes, incluyendo al vocalista de la banda Years & Years que da vida a Ritchie, es muy poco lo que se puede reprochar de sus interpretaciones. Quizás esto también sea la clave detrás de la naturalidad con la que transmiten los diferentes estados emocionales de los personajes. Porque hasta el osado y superficial líder del clan también debe lidiar con demonios internos que le impiden sincerarse con su familia, especialmente con una madre ilusa (Keeley Hawes) que prefiere emparejarlo con Jill y negar lo evidente. Felizmente hay mejores ejemplos de madres como la de Collin (Andria Doherty) o la de Jill, interpretada por la amiga del creador de la serie (Jill Nalder) en la que está basada el entrañable personaje de Lydia West. Por si hiciera falta algún tipo de respaldo por parte de actores veteranos aquí también cumplen roles secundarios los abiertamente homosexuales Neil Patrick Harris (con dudoso acento londinense) y Stephen Fry. Pero la mayor garantía sin duda la provee el propio Russell T. Davies con sus innumerables créditos de guionista en la televisión británica que incluye el revolucionario proyecto Queer As Folk (1999-2005). 

En cuanto a sus componentes concretamente audiovisuales, It’s a Sin no podía conformarse con lo mínimo. Se beneficia en gran parte de la dirección de Peter Hoar cuya experiencia previa en series de Marvel para Netflix se traduce no solo en su buena sintonía con el grupo de jóvenes actores sino también en el desarrollo de ambientes que reflejan más que lugares en los que interactúan los personajes. La diferencia entre la casa de Ritchie en la Isla de Wight y el Palacio Rosa de Londres no acaba en el contraste entre ciudad y pueblo sino en cómo Ritchie se siente en ambos. Una pieza clave es la iluminación que termina por hacer más frío al primero y más cálido al segundo pese a que el Palacio es claramente más pobre y desaseado. La iluminación también realza la cinematografía en las escenas de fiesta, especialmente en el montaje del tercer episodio que termina con un espectáculo de lasers y reflectores de discoteca. Está demás aplaudir la labor del departamento de vestuario por un un repertorio de atuendos digno de la generación MTV. También está demás elogiar la banda sonora que combina grandes éxitos con algunas rarezas británicas y hasta un cover de la agrupación del propio Ritchie.

Aunque terminó de rodarse en enero de 2020, es inevitable interpretar la miniserie de Davies como una parábola sobre la pandemia que hoy nos amenaza a todos sin distinción de origen, condición económica, sexo u orientación sexual. Por un lado, podemos vernos reflejados en el pavor, desdicha e impotencia que experimentan los personajes mientras ven como la marea del sida va devorando a sus parejas y amigos y pronto a ellos mismos, todo ante un Estado indiferente cuando no negligente. Podemos sentir empatía incluso por los más temerarios como Ritchie que solo repararon en su imprudencia cuando era tarde. Por otro lado, somos conscientes que la comparación de pandemias termina con la homofobia descarnada del resto de la sociedad que convirtió a los enfermos de sida en parias condenados a una putrefacción solitaria. Es cierto que el COVID-19 también ha hecho que millones mueran en un duro aislamiento, pero el VIH implicó un abandono que no respondía a un peligro de contagio sino al lado más oscuro de una humanidad carcomida por dogmas religiosos y económicos. Los falsos eruditos de la época llegaron a insinuar que, como la propia “desviación” sexual, contagiarse de VIH era una “elección”. ¿Hasta qué punto esa “elección” podía evitarse si ni siquiera se podía hablar abiertamente de sexo en las escuelas? ¿Y por qué hasta hoy no puede hablarse? Lo cierto es que hasta el 2019 el sida ha seguido matando a millones de personas, sobre todo en poblaciones del sur y este de África, pero apenas hay indicios de una cura a diferencia de las “milagrosas” vacunas para el COVID. 

It’s a Sin es una producción magistral que se agradece en un periodo escaso de propuestas genuinamente provocadoras y reconfortantes dentro del cine y televisión más comerciales. Es una representación ambiciosa que sin querer hace justicia al himno ochentero de Pet Shop Boys. También es un sentido tributo a toda una generación de personas LGTB+ que disfrutaron al máximo de lo poco que se podían permitir en una sociedad retrógrada e hipócrita y que murieron con doble sentimiento de culpa y una soledad imperdonable. El sensible y valiente discurso de Jill hacia la madre de Ritchie en el último capítulo resume la reacción que la miniserie espera de su público al final. Porque solamente los científicos pueden hacer algo para acelerar la cura del VIH pero el resto de nosotros podemos hacer algo para erradicar la pandemia de la homofobia que se origina en los propios hogares y se esparce por todos los ámbitos de nuestra sociedad. Siendo pariente de una persona con VIH, y consciente del estigma que se genera en el propio círculo familiar, siento que es casi un deber recomendar esta miniserie y a partir de ella animar a otros a cuestionarse a sí mismos y a desafiar los tabúes inútiles de nuestra sociedad. Después de todo, como dijo un tal Jesucristo, nadie está libre de (esa impulsividad humana que sólo atormenta a quienes la conocen como) pecado.              


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