[Crítica] Festival de Cine de Trujillo: «Samichay» (2020)

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Celestino es un campesino viudo que subsiste en un paraje olvidado del Ande peruano junto con su suegra Agustina y su hija Yaquelin. Es dueño de una vaca bautizada Samichay con quien se encariña, pues representa el recuerdo de su esposa Diana, y quizás la única posesión de valor para su familia, aunque no les produzca ni leche ni crías. Hasta que un día se queda solo y la necesidad le obliga a buscar un comprador para su res.

La ópera prima de Mauricio Franco Tosso remite por momentos a lo mostrado por “Wiñaypacha” de Oscar Catacora. Ambas películas son fábulas habladas en quechua sobre la fatalidad que se cierne sobre los habitantes del ande. Son rigurosas y austeras en su tratamiento cinematográfico, alejadas de cualquier sesgo exótico o folclórico, y otorgan peso dramático y expresivo al paisaje geográfico y la naturaleza agreste.

En el caso de “Samichay”, este enfoque queda acentuado por la fotografía en blanco y negro, el uso del formato panorámico, y el añadido de elementos sobrenaturales, tales como las apariciones de Diana o el desenlace de Agustina, espectros que encarnan un legado de próxima e inevitable desaparición, presencias que dan la impresión alucinada de una ausencia.

En la puesta en escena que nos muestra la travesía de Celestino, destacan el uso de la profundidad de campo, y de lentos paneos horizontales de 360° que encadenan instantes sin cortes al interior del encuadre (poco utilizado en el cine nacional); recursos que ayudan a acentuar la pequeñez del protagonista, y la sensación de que todo transcurre en un tiempo circular y pretérito.

La película, dividida en un prólogo y tres capítulos, no solo se enfoca en los intentos de Celestino por vender su vaca. Hay un subtexto que alude a cambios profundos ocurridos en el Perú rural, como resultado del urbanismo y la modernización, y que han afectado y ponen en peligro prácticas y creencias ancestrales, tales como la armonía con el mundo animal (representada por la relación de Samichay con su dueño quien se niega a convertirla en un bien de consumo), o el uso del quechua (Celestino se resiste a que su hija migre a la ciudad porque acabaría con su idioma e identidad).

El personaje receloso a los cambios, que encarna el actor Amiel Cayo en una convincente representación, resulta también anacrónico en su intento de reencontrarse con lo que ha quedado del sistema latifundista que liquidó la Reforma Agraria de 1969, y de la cual pareciera no estar enterado. En una escena unos campesinos se sorprenden que Celestino les pregunte por el paradero de un viejo hacendado, cuando ni la hacienda ni el patrón ya no existen más.

“Samichay” es una película de contrastes que trabaja con el espacio y el vacío, con el pasado y el presente de una comunidad rural y su modo de vida desestabilizado por el paso de la historia y del tiempo, aunque se sostiene mejor en la exploración estética que en la fuerza de los hechos que relata.


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